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jueves, 14 de marzo de 2024

EL SANTO ABANDONO CAP. 13 (Artículo 4º.-El escrúpulo)

 



El escrúpulo no es la delicadeza de conciencia, es tan sólo su falsificación. Una conciencia delicada y bien formada no confunde la imperfección con el pecado, ni el pecado venial con el mortal; juzga con sano juicio de todas las cosas, y es tanto lo que ama a Dios, que en nada quiere desagradarle; tiene tanto celo por la perfección, que quiere evitar hasta la menor falta: está, pues, formada de luz, de amor y de generosidad. 

El escrúpulo, por el contrario, se funda en la ignorancia, el error, o una desviación de juicio, es el fruto de un espíritu turbado, y exagera las obligaciones y las faltas, viéndolas donde no las hay. Por el contrario, le sucede con harta frecuencia desconocer las que realmente existen, pudiendo darse el caso de ser escrupuloso en determinada materia hasta lo ridículo, y ancho de conciencia en otra hasta la desedificación. 

El escrúpulo es el azote de la paz interior. El alma atacada de este mal es esclava de un dueño intratable, y no habrá paz para ella. «Sus más ligeras faltas -dice el P. Ambrosio de Lombez- serán crímenes, sus mejores acciones estarán mal hechas, sus deberes no serán cumplidos; y, después que el alma hubiere revuelto mil y mil veces todo esto, este tirano del reposo no estará más satisfecho que la primera.» La perseguirá sin descanso en sus oraciones, por el miedo a los malos pensamientos; en sus comuniones, por las arideces inseparables de estos violentos combates; en la confesión, por el temor de haberse acusado mal o de no haber tenido contrición; en todos sus ejercicios espirituales, por el recelo de haberlos practicado mal; en las conversaciones, por el temor de hablar del prójimo, y en la soledad, por hallarse allí sola sin consejo y sin apoyo, sola con sus ideas, sola con su tirano.

 «Los escrupulosos temen a Dios, mas este temor constituye su suplicio; le aman, y este amor no les da algún consuelo; le sirven, pero es a la manera de esclavos; están como aplastados bajo el peso de su yugo, cuando éste es alivio y reposo para los demás hijos.» En una palabra, son justos con frecuencia, envidiables por su virtud, siempre dignos de lástima por sus sufrimientos. El escrúpulo es uno de los peores azotes de la virtud espiritual, pero en diversos grados.

Por de pronto impide la oración. Hay quien tiene la manía de volver sobre sí mismo; examina, vuelve a examinar, examina otra vez, y durante este tiempo ni adora ni da gracias, y ¿ha pensado siquiera en hacer un acto de contrición, en pedir la gracia de corregirse? Está sobradamente ocupado de sí para tener tiempo de hablar con Dios; y así no ora, o si lo hace es de una manera defectuosa, porque el escrúpulo causa una agitación que impide el silencio interior y la atención en la oración; sumergiendo al alma en la tristeza y el temor, ahoga la confianza y el amor, y conduciría hasta huir de Dios, e impide al menos las expansiones cordiales y efusivas y las alegrías de la intimidad. Llegará a hacer penosas y quizá insoportables la confesión, la sagrada Comunión y la oración, que constituyen la fuerza y las delicias de las almas piadosas. Además de la oración, la vida interior exige la vigilancia sobre sí mismo y la continua aplicación a reprimir los movimientos de la naturaleza, a secundar los de la gracia. Para este doble trabajo tan duro y tan delicado, el escrúpulo nos coloca en mala situación, porque agita y deprime. El espíritu turbado no acierta a ver con claridad, porque, demasiado preocupado de ciertos deberes, es capaz de dejarse absorber de tal suerte por ellos que olvida los demás. 

La voluntad fatigada con tantas luchas podrá aflojar, perder el ánimo y aun desistir de su empeño, para ir a buscar con harta sinrazón el reposo y la tranquilidad en las cosas criadas. Si el escrúpulo no paraliza al menos la obra, de ordinario la retardará y siempre la dañará. ¿Puede ser perfecta la fe que cierra los ojos a las misericordias de Dios y no quiere ver sino su justicia, al mismo tiempo que la desnaturaliza? ¿Será perfecta la esperanza que, a pesar de la buena y más sincera voluntad, osa apenas esperar el cielo y la gracia, tiembla siempre de espanto y jamás confía? ¿Puede ser perfecta la caridad que, a pesar de amar a Dios, teme comparecer en su presencia, no tiene una palabra amorosa, y no acierta sino a temer al Señor infinitamente bueno? ¿Está bien ordenada la contrición que turba la inteligencia, abate el ánimo y trastorna al alma de buena voluntad? ¿Es una verdadera virtud esa humildad que destruye la confianza y degenera en pusilanimidad? No, de ninguna manera; el escrúpulo no es la prueba de un amor ardiente, de una conciencia delicada. ¿Será entonces sutil amor propio, un egoísmo espiritual demasiado ocupado de sí mismo y no lo bastante de Dios? ¿Diremos que es una voluntad buena y sincera, pero extraviada? 

Lo que de cierto podemos afirmar es que constituye una verdadera enfermedad que amenaza a la vida espiritual en su existencia, y que perjudica terriblemente su ejercicio. Así, en tanto que los demás marchan, corren, vuelan por los senderos de la perfección con el corazón dilatado por la confianza y el alma rebosando paz, el pobre escrupuloso con no menos generosidad, pero mal regulada, se fatiga en vano, apenas avanza, quizá retrocede y sufre, porque «consume un tiempo precioso atormentándose por todos sus deberes, pesando átomos, haciendo monstruos de las más pequeñas bagatelas»; hace gemir a sus confesores, contrista al Espíritu Santo, arruina su salud, fatiga la cabeza. No osa emprender cosa alguna, y apenas sabría ser útil a los otros; podría hasta dañarlos comunicándoles su mal, o haciendo la piedad enfadosa y ridícula. 

El escrúpulo, si se le da pábulo, es en mayor o menor escala un verdadero azote de la vida espiritual. Sin duda alguna es la voluntad de Dios significada que nosotros le persigamos a causa de sus desastrosos efectos. Todos los teólogos y los maestros de la vida espiritual están unánimes en este punto, y señalan detalladamente el procedimiento que ha de seguirse. Bástenos decir aquí que, para vencer este terrible enemigo, es necesario orar mucho, apartar las causas voluntarias, y sobre todo practicar la obediencia ciega. El escrupuloso puede ser instruido, experimentado, juicioso para todo lo demás, pero en lo concerniente a sus escrúpulos es un enfermo cuyo espíritu divaga, y obraría como un demente siguiendo su propio juicio. Obedecer con la docilidad de un niño a su confesor que diagnostica el mal y prescribe los remedios, es para él la más alta sabiduría y la única esperanza de curación, que es obra harto difícil.

Por lo mismo, es imprescindible orar con instancia para implorar la gracia de no adherirse a sus ideas, sino de obedecer aun contra sus propios sentimientos; tiene la conciencia falseada, y la enderezará conformándola con la de su confesor. Es también el beneplácito de Dios que soportemos con paciencia la pena del escrúpulo por el tiempo que a El le agradare. Podemos siempre combatir este mal, y a veces conseguiremos hacerlo desaparecer, otras atenuarlo solamente, y se dará el caso de que, por permisión divina, persista a pesar de nuestros esfuerzos. 

Hay, en efecto, muy diversas causas de las que unas dependen de nuestra voluntad, otras no están sujetas a su dominio. ¿Es acaso origen de este mal el exceso de trabajo y austeridades, la lectura de libros demasiado rígidos, el trato frecuente con personas escrupulosas, la costumbre de no ver a Dios sino como juez terrible, y no como Padre infinitamente bueno? ¿ Proviene por ventura de la ignorancia que exagera las obligaciones, que confunde la tentación con el pecado, la impresión con el consentimiento? En estos y otros semejantes casos está en nuestra mano el suprimir las causas y, removido el principio, llegaremos más fácilmente a hacer desaparecer el mal. Mas la causa es con frecuencia un temperamento melancólico, un natural tímido y suspicaz, la debilidad de la cabeza, o cierto estado particular de salud; cosas todas que más dependen del divino beneplácito que de nuestra voluntad. En este caso suelen durar largo tiempo los escrúpulos, y hasta se manifiestan en las ocupaciones de índole no religiosa. No pocas veces será el demonio la causa del mal. Se aprovecha de nuestras imprudencias, explota nuestras predisposiciones, agita los sentidos y la imaginación para excitar los escrúpulos o aumentarlos. 

Si encuentra un alma algún tanto ancha de conciencia la excita a que lo sea más aún; pero si la ve algún tanto tímida, busca cómo hacerla temerosa hasta el exceso, llenarla de turbación y angustia, con la esperanza de que ha de abandonar a Dios, la oración y los Sacramentos. El fin que persigue es hacer insoportable la virtud, conducir a la tibieza, al desaliento, a la desesperación. 

Dios jamás será directamente el autor de los escrúpulos. Estos sólo pueden originarse de la naturaleza caída o del demonio, puesto que se apoyan en el error, y constituyen una enfermedad del alma. Mas Dios los permite, y a veces quiere hasta servirse de ellos como de un medio transitorio de santificación; y en este caso, los regula y los dirige en su infinita sabiduría, de suerte que consigamos el buen efecto de vida espiritual que de ahí esperaba; llena el alma del temor al pecado a fin de que arroje por completo de sí las faltas pasadas, y en lo sucesivo las evite con doblado celo. La humilla de tal suerte que no se atreva ya a fiarse de su propio juicio y se someta enteramente a su padre espiritual. Si se trata de un alma adelantada, con este procedimiento la acaba de purificar, despegar, aniquilar para disponerla a mayores gracias. Así es como los santos han pasado por esta prueba, unos al tiempo de su conversión, como San Ignacio de Loyola; otros, como San Alfonso, en la época de su más encumbrada santidad. 

Puede, pues, haber muchas causas inmediatas de los escrúpulos, y no hay más que una causa suprema, sin que la naturaleza y el demonio nada podrían. Aun cuando nosotros mismos fuésemos los autores de nuestra desdicha, requiérese por lo menos la voluntad permisiva de Dios, y por lo mismo, es preciso ver en esto, como en todo, la mano de la Providencia; y no es porque Ella quiera el desorden de los escrúpulos, mas puede, sin embargo, querer que llevemos esa cruz.

Su voluntad significada nos invita en este caso a luchar contra el mal, y su beneplácito a soportar la prueba. Nos convendrá, pues, por todo el tiempo que dure, combatir con frecuencia, y ¡ojalá que sepamos hacerlo con un abandono lleno de confianza! «Para terminar -dice San Alfonso- repito: obedeced; y, por favor, no continuéis mirando a Dios como un cruel tirano. Es indudable que aborrece el pecado, mas no puede aborrecer a un alma que detesta y llora sinceramente sus faltas.» «Tú me buscas -decía el Señor a Santa Margarita de Cortona- pero Yo, tenlo bien entendido, te busco a ti, más que tú a mi; y tus temores son los que te impiden avanzar en el amor divino.» 

Atormentada por los escrúpulos, aunque siempre sumisa, Santa Catalina de Bolonia temía acercarse a la sagrada mesa, pero bastaba una señal de su confesor para que sobreponiéndose a sus temores, fuese a comulgar. Para animarla a obedecer siempre, apareciósela un día Nuestro Señor y la dijo: «regocíjate, hija mía, que muy agradable me es tu obediencia». Aparecióse también a la Beata Estefanía de Soncino, dominica, y le dijo: «en vista de que has puesto tu voluntad en manos de tu confesor como en las mías propias, pídeme lo que quieras que te lo concederé». -«Señor, respondió ella, sólo os quiero a Vos.» 

Al principio de su conversión San Ignacio de Loyola fue asaltado de dudas e inquietudes sin poder hallar un momento de reposo. Mas, como hombre de fe, lleno de confianza en la palabra del divino Maestro: el que a vosotros os escucha a mí me escucha, exclamó un día: «Señor, mostradme el camino que debo seguir, que aunque no hubiera de tener sino a un perro por guía, os prometo obedecer con toda fidelidad.» Y de hecho, supo obedecer con tanta perfección, que se vio libre de sus escrúpulos y hasta llegó a ser un excelente maestro de la vida espiritual... Una vez más os diré que obedezcáis en todo a vuestro confesor, y que tengáis confianza en la obediencia.

 «He aquí -decía San Felipe de Neri- el medio más seguro para escapar de los lazos del enemigo, así como no hay nada tampoco más dañoso que pretender conducirse según su propio parecer.» En todas vuestras oraciones pedid, pues, la gracia, la inestimable gracia de obedecer, y estad seguros que obedeciendo os salvaréis ciertamente, y ciertamente os santificaréis.

jueves, 7 de marzo de 2024

RECOMENDACIONES DE ESPIRITUALIDAD DE SAN FRANCISCO DE SALES (Tercera parte)

 


Segunda parte clic aqui

31. Antes de juzgar al prójimo pongámosle en nuestro lugar, y a nosotros en el suyo; y seguramente nuestro juicio será entonces recto y caritativo. 

32. Antes morir que pecar: pero si tenemos la desgracia de cometer un pecado, no por ello hemos de perder la esperanza, ni el ánimo, ni los buenos propósitos. 

33. Antes morir que pecar; pero si tenemos la desgracia de cometer un pecado, antes hemos de perderlo todo que perder la esperanza, el ánimo y los buenos propósitos. 

34. Antes perderlo todo que perder la confianza, el ánimo, la resolución de amar a Dios para siempre. 

35. Aprendamos de una vez a amarnos en este mundo, de la misma manera que nos amaremos en el cielo. 

36. Aprovechad las ocasiones que se ofrecen de hacer el bien; sucede con frecuencia que, dejando de hacerlo so pretexto de hacerlo mayor, no se hace ni uno ni otro. 

37. Ascendamos siempre, sin cansarnos, hacia el Salvador, alejémonos poco a poco de los afectos terrenos y bajos. 

38. Asistid con asiduidad a los oficios divinos públicos; de ellos sacaréis más fruto y consuelo que de vuestros ejercicios privados, porque la voluntad de Dios es que lo público prevalezca sobre lo privado. 

39. Aspirad cada vez más a la perfecta comunión con Dios, y ese deseo os estimulará a ser cada vez más exacta con la observancia de las virtudes requeridas para contentarlo, entre las cuales la paz, la dulzura, la humildad y el dominio de sí mismo, tienen los primeros lugares. 

40. Aunque el universo se trastornada de arriba abajo, no deberíamos turbarnos, porque el universo no vale tanto como la paz del alma. 

41. Aunque estemos en la oración como una piedra, no importa, nuestra sola presencia es agradable a Dios pues es una muestra de nuestro amor filial a El. 

42. Basta recibir los males cuando vienen, sin que hayamos de prevenirlos con un desmesurado temor, afligiéndonos de antemano. 

43. Bienaventurados los corazones flexibles, porque no se romperán jamás. 

44. Buena oración y buen modo de guardar la presencia de Dios es permanecer en su voluntad y en su beneplácito. 

45. Bueno es mortificar la carne; pero vale mucho más purificar el corazón de sus afectos desordenados. 

46. Buenos son los consuelos espirituales, y quien nos los da es perfectamente bueno; pero de esto no se infiere que seamos buenos los que lo recibimos. 

47. Cada pasión se ha de corregir por su contrario: la vanidad por la seria reflexión sobre las miserias de esta vida; la cólera, pensando en las ventajas que trae la dulzura: y así en las demás. 

48. Caridad, obediencia, necesidad; he aquí tres infalibles indicios de la voluntad de Dios, de lo que exige de nosotros. 

49. Ciertamente es totalmente inútil confesarse de un pecado, por leve que sea, sin propósito de la enmienda. 

50. Ciertamente no procuro ser tenido por sabio, ni hago ostentación de lo poco que sé.

lunes, 4 de marzo de 2024

CARTA CIRCULAR A “LOS AMIGOS DE LA CRUZ” (SAN LUIS Mª GRIGNION DE MONFORT) continuación

 


Primera Parte aquí

Llevad vuestra cruz alegremente: encontraréis en ella una fuerza victoriosa a la que ningún enemigo vuestro podrá resistir (Lc. 21, 15), y gozaréis de una dulzura encantadora, con la que nada puede compararse. Sí, Hermanos míos, sabed que el verdadero paraíso terrestre está en sufrir algo por Jesucristo (Hch. 5, 41). Preguntad, si no, a todos los santos: os dirán que nunca gozaron en su espíritu de tan grandes delicias como en medio de los mayores tormentos. «¡Vengan sobre mí todos los tormentos del demonio!», decía San Ignacio mártir [Romanos 5]. «O morir o padecer», decía Santa Teresa [Vida 40, 20]. «No morir, sino sufrir», decía Santa Magdalena de Pazzi. Y San Juan de la Cruz: «padecer por Vos y que yo sea menospreciado. Y tantos otros hablaron este mismo lenguaje, como leemos en sus vidas. 

 

Creed a Dios, queridos Hermanos míos: cuando se sufre por Dios alegremente, dice el Espíritu Santo, la cruz es causa de toda clase de alegrías para toda clase de personas (Sant. 1, 2). La alegría de la cruz es mayor que la de un pobre a quien colman de todo género de riquezas; mayor que la de un aldeano que se ve elevado al trono; mayor que la de un comerciante que gana millones; mayor que la de un general que consigue grandes victorias; mayor que la de unos cautivos que se ven libres de sus cadenas. Imaginad, en fin, todas las mayores alegrías que puedan darse en esta tierra: pues bien, todas están contenidas y sobrepasadas por la alegría de una persona crucificada, que sabe sufrir bien. 

 

Alegraos, pues, y saltad de gozo cuando Dios os regale con alguna buena cruz, porque, sin daros cuenta, recibís lo más grande que hay en el cielo y en el mismo Dios. ¡Regalo grandioso de Dios es la cruz! Si así lo entendierais, encargaríais celebrar misas, haríais novenas en los sepulcros de los santos, emprenderíais largas peregrinaciones, como hicieron los santos, para obtener del cielo este regalo divino. El mundo la llama locura, infamia, estupidez, indiscreción, imprudencia. Dejadles hablar a los ciegos: su ceguera, que les lleva a juzgar humanamente de la cruz muy al revés de lo que es en realidad, forma parte de nuestra gloria. Y cada vez que nos procuran algunas cruces con sus desprecios y persecuciones, nos regalan joyas, nos elevan sobre el trono, nos coronan de laureles. ¿Pero qué digo? Todas las riquezas, todos los honores, todos los cetros, todas las brillantes coronas de potentados y emperadores, como dice San Juan Crisóstomo, no son nada comparados con la gloria de la cruz [MG. 62, 55-58]. Ella supera la gloria del apóstol y del escritor sagrado. Este santo varón, inspirado por el Espíritu Santo, decía: «si así me fuera dado, yo dejaría el cielo con mucho gusto para padecer por el Dios del cielo. Prefiero las cárceles y mazmorras a los tronos del empíreo. Envidio menos la gloria de los serafines que las mayores cruces. Menos estimo el don de los milagros, por el que se sujeta a los demonios, se domina sobre los elementos, se detiene al sol, se da vida a los muertos, que el honor de los sufrimientos. San Pedro y San Pablo son más gloriosos en sus calabozos, con los grilletes en los pies (Hch. 12, 3-7), que arrebatados al tercer cielo (2 Cor. 12, 2) o que recibiendo las llaves del paraíso (Mt. 16, 19)». En efecto, ¿no es la cruz la que dio a Jesucristo «un nombre sobre todo nombre, a fin de que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y en los infiernos» (Filip. 2, 9)? La gloria de la persona que sufre bien es tan grande, que el cielo, los ángeles y los hombres, y el mismo Dios del cielo lo contemplan con gozo, como el espectáculo más glorioso. Y si los santos tuvieran algún deseo, sería el de volver a la tierra para llevar alguna cruz. 

 

Pero si esta gloria es tan grande ya sobre la tierra ¿cómo será la que adquiere en el cielo? ¿Quién podrá explicar y comprender jamás ese «peso de gloria eterna» que obra en nosotros el breve instante de una cruz bien llevada (2 Cor. 4, 17)? ¿Quién comprenderá la gloria que produce en el cielo un año y quizá una vida entera de cruz y de dolores? 

 

Seguramente, mis queridos Amigos de la Cruz, el cielo os prepara para algo grande -os lo dice un gran santo-, pues el Espíritu Santo os une tan estrechamente con aquello que todo el mundo rehuye con tanto cuidado. Es indudable que Dios quiere hacer tantos santos y santas cuantos Amigos de la Cruz existen, si sois fieles a vuestra vocación, si lleváis vuestra cruz como es debido, como Jesucristo la ha llevado.  

 

Pero no basta con sufrir: también el demonio y el mundo tienen sus mártires. Es preciso que cada uno sufra y lleve su cruz siguiendo a Jesucristo: «que me siga» (Mt. 16, 24), es decir, llevándola como él la llevó. Y para eso habéis de guardar estas reglas: 

 

PRIMERO: No os busquéis cruces a propósito ni por culpa propia. No hay que hacer el mal para que venga el bien (Rom. 3, 8). No conviene, sin una inspiración especial, hacer las cosas mal para atraerse el desprecio de los hombres.  Hay que imitar, más bien, a Jesucristo, del que se dijo «todo lo ha hecho bien» (Mc. 7, 37), y no por amor propio o vanidad, sino por agradar a Dios y para ganar al prójimo. Y si os dedicáis a cumplir lo mejor que podáis vuestros deberes, nos os faltarán contradicciones, persecuciones y desprecios, pues la Divina Providencia os los enviará, contra vuestra voluntad y sin que lo elijáis. 

 

SEGUNDO: Si vais a hacer cualquier cosa en sí indiferente, que, aunque sea sin motivo, pudiera escandalizar al prójimo, absteneos de hacerlo por caridad, para evitar el escándalo de los débiles (1 Cor. 8, 13). Y el acto heroico de caridad que en esa ocasión hacéis vale infinitamente más de lo que hacías o queríais hacer.  

 

Sin embargo, si el bien que hacéis es necesario o útil al prójimo, aunque algún fariseo o mal espíritu se escandalice sin motivo, consultad con alguien prudente para aseguraros de que lo que hacéis es necesario o muy útil al común de los prójimos; y si él así lo considera, continuad haciéndolo y dejadles murmurar, con tal de que os dejen actuar, contestando en esta ocasión aquello que respondió Nuestro Señor a algunos de sus discípulos, cuando vinieron a decirle que había escribas y fariseos que se escandalizaban de sus palabras y actos: «dejadles; están ciegos» (Mt. 15, 14). 

 

TERCERO: Algunos santos y varones ilustres han pedido, buscado e incluso procurado por medios ridículos cruces, desprecios y humillaciones. Pues bien, eso debe movernos a adorar y admirar la obra extraordinaria del Espíritu Santo en sus almas, y a humillarnos ante tan sublime virtud; pero no ha de llevarnos a pretender volar tan alto, pues nosotros, comparados con esas águilas veloces y esos leones rugientes, no pasamos de ser pollos mojados y perros muertos.  

 

CUARTO: No obstante, podéis e incluso debéis pedir la sabiduría de la cruz, que es una ciencia sabrosa y experimental de la verdad, por la que se entienden a la luz de la fe los más ocultos misterios, entre otros el de la cruz; pero es ciencia que no se alcanza sino a través de muchos trabajos, profundas humillaciones y fervientes oraciones. Si necesitáis este espíritu generoso (Sal. 50, 14), que permite llevar con valor las más pesadas cruces; este espíritu bueno (Lc. 11, 13) y suave, que hace, en lo parte superior del alma, gustar las amarguras más repugnantes; este espíritu puro y firme (Sal. 50, 12), que solamente busca a Dios; esta ciencia de la cruz, que contiene todas las verdades; en una palabra, este tesoro infinito que nos hace partícipes de la amistad de Dios (Sab. 7, 14), pedid la sabiduría; pedidla incesantemente, con toda insistencia, sin vacilar (Sant. 1, 5-6), sin temor de no alcanzarla, e infalible-mente la recibiréis. Y entonces comprenderéis claramente, por experiencia, cómo se puede llegar a desear, a buscar y a gustar la cruz.  

 

QUINTO: Cuando por ignorancia o incluso por culpa propia hayáis cometido cualquier torpeza que os acarree alguna cruz, humillaos inmediatamente bajo la mano poderosa de Dios (1 Pe. 5, 6), sin consentir en turbaciones, diciendo interiormente, por ejemplo: «¡éstos son, Señor, los frutos de mi huerto!». Y si en vuestra falta hubiese algún pecado, aceptad como un castigo la humillación que os sobreviene. Muchas veces, permite Dios que sus mejores servidores, que son los más levantados por su gracia, cometan las faltas más humillantes para humillarlos ante sí mismos y ante los hombres, y para quitarles así la vista y la consideración orgullosa de las gracias que Él les concede y del bien que hacen, a fin de que, como dice el Espíritu Santo, «ningún mortal pueda enorgullecerse ante Dios» (1 Cor. 1, 29). 

 

SEXTO: Estad bien convencidos de que todo cuanto hay en nosotros está todo corrompido por el pecado de Adán y por los pecados actuales (Rom. 3, 23), y no sólo los sentidos del cuerpo, sino también las potencias del alma. Y de que desde el momento en que nuestro espíritu corrompido considera algún don de Dios en nosotros con morosidad y complacencia, ese don, esa acción, esa gracia se ensucian y corrompen, y Dios aparta de ellas su divina mirada. Y si las mismas miradas y pensamientos del espíritu humano echan así a perder las mejores acciones y los dones más divinos ¿qué diremos de los actos de la propia voluntad, que aún son más corruptos que los del entendimiento? 

 

Después de eso, no nos extrañemos, pues, si Dios se complace en ocultar a los suyos en el asilo de su presencia (Sal. 30, 21), para que no se vean manchados por las miradas de los hombres ni por su propio conocimiento. Y para ocultarlos así ¡qué cosas permite y hace ese Dios celoso! ¡Cuántas humillaciones les procura! ¡De qué tentaciones permite que sean atacados, como San Pablo (2 Cor. 12, 7)! ¡En qué incertidumbres, tinieblas y perplejidades les deja! ¡Oh qué admirable es Dios en sus santos, y en las vías que Él dispone para conducirles a la humildad y la santidad! 

 

SÉPTIMO: Tened mucho cuidado de creer, como los devotos orgullosos y engreídos, que vuestras cruces son grandes, que no son sino pruebas de vuestra fidelidad, y testimonios de un amor singular de Dios hacia vosotros. Esta trampa del orgullo espiritual es sumamente sutil y delicada, pero está llena de veneno.  

 

Pensad más bien: 

 

• 1) Que vuestro orgullo y delicadeza os hacen tomar como postes lo que no son más que pajas, como heridas las picaduras, como elefantes los ratones, como atroces injurias y abandono cruel una palabrita que se lleva el viento, en realidad una nadería. • 2) Que las cruces que Dios os envía son más bien amorosos castigos de vuestros pecados, y no muestras de una benevolencia especial; • 3) Que por más cruces y humillaciones que Él os envíe, os perdona infinitamente más, dado el número y la gravedad de vuestros crímenes; pues habéis de considerar éstos a la luz de la santidad de Dios, que no soporta nada impuro, y a quien vosotros habéis ofendido; a la luz de un Dios que muere, abrumado de dolor a causa de vuestros pecados; a la luz de un infierno eterno que habéis merecido mil y quizá cien mil veces; • 4) Que en la paciencia con la que padecéis mezcláis lo humano y natural bastante más de lo que creéis; prueba de ello son esos miramientos, esas búsquedas secretas de consuelos, esas expansiones del corazón tan naturales con vuestros amigos, y quizá con vuestro director espiritual, esas excusas tan sutiles y prontas, esas quejas, o más bien maledicencias contra quienes os han hecho mal, tan bien formuladas, tan caritativamente expuestas, ese reconsiderar y complacerse delicadamente en vuestros males, ese convencimiento luciferino de que sois algo grande (Hch. 8, 9), etc. No acabaría nunca si hubiera de describir todas las vueltas y revueltas de la naturaleza incluso en los sufrimientos. 

 

OCTAVO:  Aprovechaos de los pequeños sufrimientos aún más que de los grandes. No mira Dios tanto lo que se sufre como la manera en que se sufre. Sufrir mucho y mal es sufrimiento de condenados; sufrir mucho y con aguante, pero por una mala causa, es sufrir como mártir del demonio; sufrir poco o mucho, sufriendo por Dios, es sufrir como santo. Si se diera el caso de que pudiéramos elegir nuestras cruces, optemos por las más pequeñas y deslucidas, frente a otras más grandes y llamativas. El orgullo natural puede pedir, buscar e incluso elegir y tomar las cruces más grandes y espectaculares. En cambio, sólo puede ser fruto de una gracia excelente y de una gran fidelidad a Dios ese elegir y llevar alegremente las cruces pequeñas y oscuras. Actuad, pues, como el comerciante en su mostrador, y sacad provecho de todo: no desperdiciéis ni la menor partícula de la verdadera Cruz, aunque sólo sea la picadura de un mosquito o de un alfiler, la dificultad de un vecino, la pequeña injuria de un desprecio, la pérdida mínima de un dinero, un ligero malestar del ánimo, un cansancio pasajero del cuerpo, un dolorcillo en uno de vuestros miembros, etc. Sacad provecho de todo, como el que atiende su comercio, y así como él se hace rico ganando centavo a centavo en su mostrador, así muy pronto vendréis vosotros a ser ricos según Dios. A la menor contrariedad que os sobrevenga, decid: «¡Bendito sea Dios! ¡Gracias, Dios mío!». Y guardad en seguida en la memoria de Dios, que viene a ser vuestra alcancía, la cruz que acabáis de ganar. Y después ya no os acordéis más de ella, si no es para decir: «¡Mil gracias, Señor!» o «¡Misericordia!» 

 

NOVENO: Cuando se os pide que améis la cruz no se está hablando de un amor sensible, que es imposible a la naturaleza. Hay que distinguir bien entre tres clases de amor: el amor sensible, el amor racional y el amor fiel y supremo. Dicho de otro modo: el amor de la parte inferior, que es la carne; el amor de la parte superior, que es la razón; y el amor de la parte suprema o cima del alma, que es el entendimiento iluminado por la fe. Dios no os exige que améis la cruz con la voluntad de la carne (Jn. 1, 13). Siendo ésta completamente corrupta y criminal, todo lo que de ella nace está corrompido (3, 6), y ella misma no puede por sí misma someterse a la voluntad de Dios y a su ley crucificante.  

 

Por eso Nuestro Señor, refiriéndose a ella en el Huerto de los Olivos, dice: «Padre mío, que se haga tu voluntad y no la mía» (Lc. 22, 42). Si la parte inferior del hombre en el mismo Jesucristo, siendo toda ella santa, no fue capaz de amar la cruz sin alguna interrupción, con más razón la nuestra, completamente corrompida, la rechazará. Es cierto que podemos experimentar a veces, como no pocos santos han experimentado, una cierta alegría sensible en nuestros sufrimientos; pero esa alegría, aunque esté en la carne, no procede de la carne; proviene de la parte superior, que está tan llena del gozo divino del Espíritu Santo que lo hace desbordar sobre la parte inferior, de modo que entonces la persona crucificada puede decir: «mi corazón y mi carne retozan por el Dios vivo» (Sal. 83, 3). Hay otro amor a la cruz que llamo racional; está en la parte superior, que es la razón. Este amor es completamente espiritual, y como nace del conocimiento de la felicidad que hay en sufrir por Dios, es perceptible y es percibido por el alma, a la que alegra y fortalece interiormente. Pero este amor racional, aunque bueno y muy bueno, no siempre es necesario para sufrir alegremente y según Dios. Y es que existe otro amor de la cima, del ápice del alma, como dicen los maestros de la vida espiritual -o de la inteligencia, como dicen los filósofos-. Por él, sin sentir alegría alguna en los sentidos, sin captar en el alma ningún placer razonable, sin embargo, se ama y se gusta, a la luz de la pura fe, la cruz que se lleva; y eso aunque muchas veces esté en guerra y lágrimas la parte inferior, que gime y se queja, que llora y busca alivio, de manera que dice con Jesucristo: «Padre mío, que se haga tu voluntad y no la mía» (Lc. 22, 42); o con la Santísima Virgen: «he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (1, 38). 

 

Pues bien, con uno de estos dos amores de la parte superior hemos de amar y aceptar la cruz. DÉCIMO: Decidios, queridos Amigos de la Cruz, a sufrir toda clase de cruces, sin exceptuar ninguna y sin elegirlas: cualquier pobreza, cualquier injusticia, cualquier pérdida, cualquier enfermedad, cualquier humillación, cualquier contradicción, cualquier calumnia, cualquier sequedad, cualquier abandono, cualquier pena interior y exterior, diciendo siempre: «Mi corazón está firme, Dios mío, mi corazón está firme» (Sal. 56, 8; 107, 2). Disponeos, pues, a ser abandonados por los hombres y los ángeles, y hasta del mismo Dios; a ser perseguidos, envidiados, traicionados, calumniados, desprestigiados y abandonados por todos; a sufrir hambre, sed, mendicidad, desnudez, exilio, cárcel, horca y toda clase de suplicios, aunque seáis inocentes de los crímenes que se os imputan. Imaginaos, en fin, que después de haber sido despojados de vuestros bienes y de vuestro honor, después de haber sido expulsados de vuestra casa, como Job y Santa Isabel reina de Hungría, se os tira al barro, como a esta santa, o se os arrastra a un estercolero, como a Job, hediondo y cubierto de llagas (Job 2, 7-8), sin que se os dé un trapo con que cubrir vuestras heridas, sin un trozo de pan, que no se niega a un caballo o a un perro, para comer, y que en medio de tales males extremos, Dios os abandona a todas las tentaciones de los demonios, sin aliviar vuestra alma con la menor consolación sensible. 

 

Creedlo firmemente: ahí está la meta suprema de la gloria divina y de la felicidad verdadera para un verdadero y perfecto Amigo de la Cruz. 

 

UNDÉCIMO: Para ayudaros a sufrir bien, tomad la santa costumbre de considerar estas cuatro cosas: 

 

En primer lugar, la mirada de Dios que, como un gran rey en lo alto de una torre, mira en el combate a su soldado, complacido y alabando su valor. ¿Qué mira Dios sobre la tierra? ¿A los reyes y emperadores en sus tronos? Con frecuencia no los mira sino con desprecio. ¿Mira las grandes victorias de los ejércitos del Estado, las piedras preciosas, en una palabra, las cosas que los hombres consideran más grandes? Lo que es más estimable a los ojos de los hombres es abominable ante Dios (Lc. 16, 15). ¿Qué es, pues, lo que mira con placer y gozo, y de qué pide noticias a los ángeles y a los mismos demonios? -Dios mira al hombre que por Él lucha contra la fortuna, el mundo, el infierno, y contra sí mismo, al hombre que lleva con alegría su cruz. ¿No has visto sobre la tierra una maravilla inmensa, que todo el cielo contempla con admiración?, dice el Señor a Satanás: ¿no te has fijado en mi siervo Job, que sufre por mí (Job 2, 3)? 

 

En segundo lugar, considerad la mano de este Señor poderoso, que permite todo el mal que nos sobreviene de la naturaleza, desde el mayor hasta el menor. La misma mano que aniquiló un ejército de cien mil hombres (2 Re. 19, 35) es la que hace caer la hoja del árbol o el cabello de vuestra cabeza (Lc. 21, 18). La mano que hirió tan duramente a Job (Job 1, 13-22; 2, 7-10) es la misma que os roza suavemente con esa pequeña contrariedad. La misma mano que hace el día y la noche, el sol y las tinieblas, el bien y el mal, es la que permite los pecados que os inquietan: no ha causado la malicia, pero ha permitido la acción. Por eso, cuando veáis que un semejante os injuria y os tira piedras, como al rey David (2 Re. 16, 5 14), decios interiormente: «no nos venguemos de él; dejémosle actuar, pues el Señor ha dispuesto que obre así. Reconozco que yo he merecido toda clase de ultrajes, y que con toda justicia Dios me castiga. Detente, brazo mío, y tú, mi lengua: ¡no hieras, no digas nada! Este hombre o esta mujer que me dicen y hacen injurias son embajadores de Dios, que de parte de su misericordia vienen para castigarme amistosamente. No irritemos, pues, su justicia, usurpando los derechos de su venganza. Ni menospreciemos su misericordia resistiendo los amorosos golpes de sus azotes, no sea que, para vengarse, nos remita a la estricta justicia de la eternidad». Considerad que Dios, con una mano infinitamente poderosa y prudente os sostiene, mientras os hiere con la otra. Con una mano mortifica, con la otra vivifica; humilla y enaltece (Lc. 1, 52). Con sus dos brazos abarca por completo vuestra vida dulce y fuertemente (Sab. 8, 1): dulcemente, sin permitir que seáis tentados y afligidos por encima de vuestras fuerzas (1 Cor. 10, 13); fuertemente, pues os ayuda con una gracia poderosa, que corresponde a la fuerza y duración de la tentación y de la aflicción; fuertemente, sí, porque, como lo dice por el espíritu de su santa Iglesia, Él se hace «vuestro apoyo junto al precipicio ante el que os halláis, vuestro guía si os extraviáis en el camino, vuestra sombra en el calor abrasador, vuestro vestido en la lluvia que os empapa y en el frío que os hiela, vuestro vehículo en el cansancio que os agota, vuestro socorro en la adversidad que os abruma, vuestro bastón en los pasos resbaladizos, y vuestro puerto en las tormentas que os amenazan con ruina y naufragio» [Breviario antiguo].  

 

En tercer lugar, mirad las llagas y los dolores de Jesús crucificado. Él mismo os dice: «¡vosotros, los que pasáis por el camino lleno de espinas y cruces por el que yo he pasado, mirad, fijaos! (Lam. 1, 12). Mirad con los ojos corporales y ved con los ojos de la contemplación si vuestra pobreza y desnudez, vuestros desprecios, dolores y abandonos, son comparables con los míos. Miradme, a mí que soy inocente, y quejaos vosotros, que sois los culpables». El Espíritu Santo nos manda por boca de los Apóstoles esa misma mirada a Jesús crucificado (Gál. 3, 1); nos ordena armarnos con este pensamiento (1 Pe. 4, 1), arma más penetrante y terrible contra todos nuestros enemigos que todas las demás armas. Cuando os veáis atacados por la pobreza, la abyección, el dolor, la tentación y las otras cruces, armaos con el pensamiento de Jesucristo crucificado, que será para vosotros escudo, coraza, casco y espada de doble filo (Ef. 6, 11-18). En él hallaréis la solución de todas las dificultades y la victoria sobre cualquier enemigo. 

 

En cuarto lugar, mirad en el cielo la hermosa corona que os espera, si lleváis bien vuestra cruz. Ésta es la recompensa que sostuvo a los patriarcas y profetas en su fe en medio de las persecuciones; y es la que ha animado a Apóstoles y Mártires en sus trabajos y tormentos. Preferimos, dicen los patriarcas con Moisés, ser afligidos con el pueblo de Dios, para gozar eternamente con él, a disfrutar momentáneamente de un placer culpable (Heb. 11, 24-26). Soportamos grandes persecuciones en espera del premio, dicen los profetas con David (Sal. 68, 8; Jer. 15, 15). Somos por nuestro sufrimientos como víctimas condenadas a muerte, como espectáculo para el mundo, para los ángeles y los hombres, y somos como basura y anatema del mundo (1 Cor. 4, 9.13), dicen los Apóstoles y Mártires con San Pablo, por el peso inmenso de gloria que nos prepara la momentánea y ligera tribulación (2 Cor. 4, 17). Contemplemos sobre nuestra cabeza a los ángeles que nos gritan: «Guardaos de perder la corona señalada con la cruz que se os ha dado, si la lleváis bien. Pues si no la lleváis como se debe, otro la llevará como conviene y os arrebatará el premio. Combatid valientemente, sufriendo con paciencia, nos dicen todos los santos, y recibiréis un reino eterno» (Mt. 5, 10-12; 11, 12). Escuchemos, en fin, a Jesucristo, que nos dice: «no daré yo mi premio sino a quien haya sufrido y vencido por su paciencia» (Ap. 2, 7.11.17.26-28; 3,5.12. 21; 21,7). Contemplemos abajo el lugar que hemos merecido, y que nos espera en el infierno con el mal ladrón y los condenados, si como ellos sufrimos con protesta, despecho y venganza. Exclamemos con San Agustín: quema, Señor, corta, poda, divide en esta vida, castigando mis pecados, con tal que me los perdones en la eternidad. 

 

DUODÉCIMO: Jamás os quejéis voluntariamente, murmurando de las criaturas de que Dios se sirve para afligiros. Y distinguid en las penas tres modos de quejas:   1. -La primera es involuntaria y natural: es la del cuerpo que gime y suspira, que se queja y llora, que se lamenta. Mientras el alma, como he dicho, esté sometida a la voluntad de Dios en su parte superior, no hay en esto pecado alguno. 2. -La segunda es razonable: nos quejamos y manifestamos nuestro mal a quienes pueden remediarlo, como al superior, al médico. Es una queja que pueda ser imperfecta si es demasiado ansiosa, pero en sí misma no es pecado. 3. -La tercera es criminal: se da cuando nos quejamos al prójimo para evitar el mal que nos hace sufrir o para vengarnos, o cuando nos quejamos del dolor que padecemos, consintiendo en la queja y añadiéndole impaciencia y murmuración.  

 

DECIMOTERCERO: Nunca recibáis una cruz sin besarla humildemente con agradecimiento. Y si Dios en su bondad os favorece con alguna cruz de mayor peso, agradecédselo de un modo especial y pedid a otros que hagan lo mismo. Seguid el ejemplo de aquella pobre mujer que, habiendo perdido en un pleito injusto todos sus bienes, con la única moneda que le quedaba, encargó celebrar una misa para dar gracias a Dios por la buena suerte que le había deparado. 

 

DECIMOCUARTO: Si queréis haceros dignos de las cruces que os vendrán sin vuestra participación, y que son las mejores, procuraos algunas cruces voluntarias, con el consejo de un buen director. Por ejemplo; ¿tenéis en casa algún mueble inútil al que estáis aficionados? Dadlo a los pobres, diciendo: ¿quisieras tener cosas superfluas, mientras Jesús es tan pobre? ¿Os repugna algún alimento, ciertos actos de virtud, algún mal olor? Probad, practicad, oled: venceos. ¿Estáis excesivamente apegados a alguna persona o a determinados objetos? Apartaos, privaos, alejaos de aquello que os halaga. ¿Tenéis muchas ganas naturales de ver, de actuar, de aparecer, de ir a tal sitio? Deteneos, callaos, ocultaos, desviad vuestra mirada. ¿Sentís natural repugnancia por un objeto o por una persona? Usadlo a menudo, frecuentad su trato: dominaos. Si de verdad sois Amigos de la Cruz, el amor, que es siempre ingenioso, os hará encontrar muchas pequeñas cruces, con las que os iréis enriqueciendo sin daros cuenta y sin peligro de vanidad, que no pocas veces se mezcla con la paciencia cuando se llevan cruces más deslumbrantes. Y por haber sido fieles en lo poco, el Señor, como lo prometió, os constituirá sobre lo mucho (Mt. 25, 21.23); es decir, sobre muchas gracias que os dará, sobre muchas cruces que os enviará, sobre mucho gloria que os preparará...  

 

DIOS SOLO 

 

viernes, 1 de marzo de 2024

Crónicas de los mártires de la Vendée

 


Por la tarde del 28 de febrero de 1794, las columnas infernales de los republicanos cruzaron el arroyo de Malnaye. Se toparon sorpresivamente con un anciano de 70 años, era el padre Voyneau, cura de esa región, que sin temor a nada había salido al encuentro pidiendo clemencia por sus parroquianos. Mientras entonaba cánticos montfortianos, los soldados lo capturaron, lo ataron a un poste para torturarlo. Primero le cortaron los dedos con los cuales había esbozado una bendición, luego le cortaron la lengua para que dejara de invocar el nombre de Jesucristo y finalmente le arrancaron el corazón, el cual aplastaron con unas piedras al costado del camino. 

Las columnas infernales se fueron abriendo paso hasta la iglesia de Petit-Luc donde se había refugiado gran parte de los habitantes, especialmente ancianos, mujeres y niños. Nada los detuvo, los republicanos empezaron a disparar fusilando a diestra y siniestra todo lo que se movía en el bosque, varios sobrevivientes fueron asesinados a punta de bayoneta incluyendo niños y bebés. Ya cuando parecía que se retiraban, se escuchó un fuerte cañonazo, que terminó coronando la matanza, pues la iglesia de Notre-Damme des Lucs se desmoró sobre los indefensos refugiados, aferrados a sus rosarios, suplicaban sin cesar a la Madre del Cielo. Días después el padre Barbedette fue al pueblo y encontró una montaña de cadáveres entremezclados con escombros, estatuas decapitadas, ornamentos quemados y cruces partidas. Identificó un total de 563 cadaveres, 110 niños entre recién nacidos y 7 añitos de edad. Por estos santos inocentes, se le considera a Petic Luc el “Belen vendeano”.

Ya más reciente a mediados del siglo XIX el nuevo párroco de Les Lucs, el padre Jean Bart excavó los montones de escombros de la iglesia cañoneada y encontró grande cantidad de huesos precisos entrelazados con escapularios del Sagrado Corazón y de Rosarios con los cuales, con los cuales estos piadosos cristianos se habían servido para rezar sus últimas plegarias.

Tomado del libro: Pasión y Gloria de la Vendée

martes, 27 de febrero de 2024

CARTA CIRCULAR A “LOS AMIGOS DE LA CRUZ” (SAN LUIS Mª GRIGNION DE MONFORT)

 


PREFACIO 

 El autor del presente opúsculo, San Luis María Grignion de Montfort, es conocido principalmente por su perfecta devoción a la Santísima Virgen t por su ardiente celo en predicarla. Él mismo nos dejó la sustancia de su enseñanza mariana en la cada día más difundida de sus obras: 

 “Tratado de la perfecta devoción a la Santísima Virgen” y “Secreto de María”, compendio de la primera. 

 Mas su predicación no se limitó a ese punto capital de la doctrina católica. Después de María o mejor con Ella y por Ella estuvo Jesús con sus perfecciones, sus beneficios, su Eucaristía, su Cruz, y su Sagrado Corazón... Un siglo y medio después de su muerte los Padres del Concilio de Poitiers, queriendo definir su obra, dijeron: 

"Al venerable Luis María Grignion da Montfort se debe el haberse conservado en las  comarcas del oeste de Francia, una fe viva, el amor a la Cruz y la devoción a la Ssma. Virgen". 

 

"Defensor de la fe católica", "predicador elocuente de la Cruz", "devoto esclavo de Jesús en María" y propagador infatigable de esta esclavitud de amor: he aquí resumidas la vida de Montfort, su obra y su enseñanza. 

 

Su  devoción  a  Jesús  crucificado  no es menos admirable que su celo y amor a María. Al Divino Crucificado lo amaba con pasión, lo predicaba con fuego; lo muestran sus irresistibles sermones sobre el amor a la Cruz, sus conmovedores cánticos a la Cruz, sus plantaciones de Cruz, sus erecciones de calvarios con que terminaba todas sus misiones. "¡Viva Jesús! ¡Viva su Cruz!", era su canto de triunfo... Un día sus enemigos obtienen que no se ejecute la proyecta plantación de Cruz. "Hermanos míos, clama entonces con santo entusiasmo, nos disponíamos a plantar una Cruz a la puerta de esta iglesia; Dios no ha querido, nuestros superiores se oponen; plantémosla en nuestros corazones, ahí estará mejor que ninguna otra parte". Su deseo de asemejarse a Jesús crucificado era tal que a veces se le escapaba esta queja que traicionaba el vehemente fuego  de  su  amor: "¡Sin  cruz qué cruz!” 

 

Por esa época una asociación, la de los Amigos de la Cruz, agrupaba a los fieles verdaderamente ejemplares quienes, queriendo vivir en perfecta conformidad con las máximas del Evangelio, practicaban valientemente la palabra de Jesús: “Si alguno quiere venir en pos de Mí, que renuncie a sí mismo, tome su cruz y me siga”. 

 

Esta Asociación ya se hallaba organizada en 1700 en muchas diócesis de Francia. Conociendo los frutos de salvación que producía en las almas, Montfort se aplicó a establecerla en las parroquias en que daba misiones. La estableció en San Maximiliano en Nantes y le dio reglamentos llenos de sabiduría. Cuando las circunstancias lo traían a Nantes no dejaba de venir a avivar con sus exhortaciones la generosidad de cristianos que eran la edificación de la gran ciudad. 

 

Mas, he aquí, que en 1714, por intrigas y calumnias, se le prohíbe todo ministerio en la diócesis. Parte para Rennes. La misma prohibición. Se retira entonces a la casa de los Padres Jesuitas. Durante ocho días medita sobre la Pasión. El último, escribe la Carta a los Amigos de la Cruz. 

 

Esta carta, que a decir de Monseñor Freppel es “una obra maestra de elocuencia que en vano se intentaría superar", conserva después de más de dos siglos todo su valor y toda su oportunidad. Pues las calamidades, los abusos y los desórdenes contra los cuales se proponían luchar los "Amigos de la Cruz", también existen hoy, tales: el horror al sacrificio, a todo sacrificio, hasta el punto de traicionar los más sagrados deberes, desenfreno en el uso de los bienes terrenos sean cualesquiera, la búsqueda ciega de placeres sensuales.

Hay, pues, hoy como en ese entonces la misma necesidad de oponer a tales tendencias paganas remedios eficaces. Montfort propone la mortificación cristiana. Señala los dos partidos siempre en lucha: el  de Jesucristo y el del mundo. A la derecha -escribe- está el  partido de Jesucristo; continuamente  se  escuchan estas palabra entrecortadas por sollozos: Suframos, lloremos,  ayunemos, oremos,  ocultémonos, humillémonos,  empobrezcámonos,  mortifiquémonos; pues no son de Jesucristo los que no tienen su espíritu de cruz; quienes son de Jesucristo han crucificado su carne con sus concupiscencias.    En la carta del 4 de octubre de 1938 los obispos de la provincia de Québec (Canadá) señalando el torrente de desenfreno (tanto en el orden moral como en lo social y económico) recomiendan también para combatirlo la práctica de la mortificación y la renovación en las almas de las virtudes evangélicas. Piden también que se inculque en los niños y se desarrolle en ellos el sentido de la mortificación cristiana que es, según el  apóstol  San  Pablo,   el  signo   de nuestra  dependencia  de  Cristo:   "Los  que son de Cristo han crucificado la carne". 

 

Hay pues que buscar el remedio eficaz para las calamidades actuales en una mejor comprensión de los principios del Evangelio y en una mayor fidelidad a sus máximas. Ahora bien, ninguno recuerda con más claridad la ni presenta con más libertad, ni muestra mejor la absoluta necesidad de tales principios y máximas como el Santo de Montfort en su "Carta a los Amigos de la Cruz”. 

 

La última parte de esta "Carta" traza con prudencia consumada las reglas que nos enseñan a soportar los sufrimientos y las cruces de cada día como Dios quiere para que Él las acoja y las premie. Estas reglas SON útiles principalmente para los sacerdotes, religiosos y religiosas, quienes en virtud de su estado, de sus funciones y de su misión, deben tender a una perfección más elevada”. 

 

Penetradas de la necesidad de la cruz, estimuladas por los saludables efectos que ella produce y guiadas por las sabias reglas que da el santo en su "Carta", las almas temerán menos el esfuerzo, aceptarán mejor el renunciamiento y el sacrificio. Aun más, se dejarán guiar por las inspiraciones generosas que producirá en ellas la meditación de la palabra de Jesucristo tan admirablemente comentada por el santo de Montfort: “Si alguno quiere venir en pos de Mí, que renuncie a sí mismo, tome su cruz de cada día y me siga”. 

 

CARTA CIRCULAR A “LOS AMIGOS DE LA CRUZ” 

 

Hoy, el último día de mis ejercicios espirituales, dejo, por decirlo así las delicias de mi morada interior, para estampar sobre este papel algunas veloces saetas de la Cruz, a fin de atravesar con ellas vuestros corazones Dios quisiera hacerlos penetrantes no con la tinta de mi pluma, sino con la sangre de mis venas. Pero, ay, aunque ella fuera necesaria, es demasiado criminal. Sea, pues, el Espíritu del Dios viviente la vida, la fuerza y la esencia de esta carta. Sea su unción santa su tinta. Sea mi pluma la divina Cruz, y sean el papel vuestros corazones. 

 

Amigos de la Cruz, estáis profundamente unidos, como otros tantos soldados crucificados, para combatir al mundo (Gál. 6, 14). No huís vosotros de él, como los religiosos y religiosas, por temor a ser vencidos, sino que, como valerosos y bravos guerreros, avanzáis en el campo de batalla, sin retroceder un paso y sin volver la espalda. ¡Animo! ¡Combatid con valentía! 

 

Unios fuertemente, y vuestra unidad de espíritus y corazones será infinitamente más fuerte y más terrible contra el mundo y el infierno, que lo que pueda ser el ejército de un reino bien unido contra los enemigos del Estado. Si los demonios se unen para perderos, unios vosotros para espantarlos. Si los avaros se unen para traficar y ganar oro y plata, unid vuestros esfuerzos para ganar los tesoros eternos, contenidos en la Cruz. Si los libertinos se unen para divertirse, unios vosotros para sufrir.  

 

Os llamáis Amigos de la Cruz. ¡Qué nombre tan grande! A mí me encanta y me deslumbra. Es más brillante que el sol, más alto que los cielos, más glorioso y solemne que los títulos más formidables de reyes y emperadores. Es el nombre sublime de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre al mismo tiempo. Es el nombre inconfundible del cristiano. Pero si su resplandor me deslumbra, no es menos cierto que su peso me espanta. Cuántas obligaciones inexcusables y difíciles se encierran en ese nombre, según el mismo Espíritu Santo lo declara: «linaje elegido, sacerdocio real, nación consagrada, pueblo adquirido» (1 Pe. 2, 9).  

 

Un Amigo de la Cruz es un hombre elegido por Dios entre los diez mil que viven según el sentido y la sola razón, para ser un hombre totalmente divino, que va más allá de la razón, y que se opone tajantemente a la mera inclinación sensible por una vida y una luz de pura fe y de amor ardiente a la Cruz.  

 

Un Amigo de la Cruz es un rey omnipotente, es un héroe que triunfa sobre el demonio, el mundo y la carne en sus tres concupiscencias (1Jn. 2, 16). Al amar las humillaciones, espanta el orgullo de Satanás. Al amar la pobreza, vence la avaricia del mundo. Al amar el dolor, mata la sensualidad de la carne. 

 

Un Amigo de la Cruz es un hombre santo y separado de todo lo visible, cuyo corazón se eleva por encima de todo lo caduco y perecedero, y cuya conversación está en los cielos (Filip. 3, 20). Pasa por esta tierra como un extranjero y un peregrino, sin apegarse a ella, con indiferencia, y la pisa con menosprecio. 

 

Un Amigo de la Cruz es una excelente conquista de Jesucristo, crucificado en el Calvario, en unión de su santa Madre. Es un Ben-Oni, hijo del dolor, o un Benjamín, hijo de la diestra [o Buenaventura: Gén. 35, 8], nacido de su corazón dolorido, venido al mundo a través de su costado traspasado, y vestido en la púrpura de su sangre. Marcado por su origen sangriento, no respira sino cruz, sangre y muerte al mundo, a la carne y al pecado, y vive aquí abajo oculto en Dios por Jesucristo (Rom. 6, 11; 1 Pe. 2, 24). 

 

En fin, un perfecto Amigo de la Cruz es un verdadero porta-Cristo, o mejor, un Jesucristo, que puede decir con toda verdad: «ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gál. 2, 20). 

 

Mis queridos Amigos de la Cruz, ¿sois vosotros por vuestras acciones lo que significa vuestro grandioso nombre? ¿O al menos tenéis un auténtico deseo y una verdadera voluntad de venir a serlo, con la gracia de Dios, a la sombra de la Cruz del Calvario y de Nuestra Señora de los Dolores? ¿Usáis los medios necesarios para conseguirlo? ¿Habéis entrado en el verdadero camino de la vida (Prov. 6, 23; 10, 17; Jer. 21, 8), que es la vía estrecha y espinosa del Calvario? ¿O es que camináis, sin daros cuenta, por el camino ancho del mundo, que conduce a la perdición (Mt. 7, 13-14)? ¿Ya sabéis que existe una vía que parece derecha y segura para el hombre, pero que lleva a la muerte (Prov. 14, 12)? 

 

¿Sabéis distinguir bien entre la voz de Dios y de su gracia, y la voz del mundo y de la naturaleza? ¿Escucháis claramente la voz de Dios, nuestro Padre bueno, que, después de haber maldecido tres veces a cuantos siguen los deseos del mundo, «¡ay, ay, ay de los habitantes de la tierra!» (Ap. 8, 13), os llama con todo amor, tendiéndoos los brazos, «¡apartaos, pueblo mío!» (Núm. 16, 21; Is. 52, 11; Ap. 18, 4), pueblo mío elegido, queridos Amigos de la Cruz de mi Hijo; apartaos de los mundanos, que han sido maldecidos por mi Majestad, excomulgados por mi Hijo (Jn. 17, 9), y condenados por mi Espíritu Santo (16, 8-11)? 

 

¡Cuidado con sentaros en su pestilente cátedra! ¡No acudáis a sus reuniones! ¡No vayáis por sus caminos (Sal. 1, 1)! ¡Huid de la inmensa e infame Babilonia (Is. 48, 20; Jer. 50, 8; 51, 6.9.45; Ap. 18, 4)! ¡No escuchéis otra voz ni sigáis otras huellas que las de mi Hijo bienamado! Yo os lo di para que sea vuestro camino, vuestra verdad, vuestra vida y vuestro modelo: «escuchadle» (Mt. 17, 5; 2 Pe. 1, 17). 

 

¿Escucháis a este amable Jesús? Cargado con su Cruz, os grita: ¡«venid detrás de mí» (Mt. 4, 19), y seguidme, que «quien me sigue no anda en tinieblas» (Jn. 8, 12)! «¡Animo!: yo he vencido al mundo» (16, 33). 

 

Queridos cofrades, ahí tenéis los dos bandos con los que a diario nos encontramos: el de Jesucristo y el del mundo (Jn. 15, 19; 17, 14.16). 

 

A la derecha, el de nuestro amado Salvador (Mt. 25, 33). Sube por un camino que, por la corrupción del mundo, es más estrecho y angosto que nunca. Este Maestro bueno va delante, descalzo, la cabeza coronada de espinas, el cuerpo completamente ensangrentado, y cargado con una pesada Cruz. Sólo le siguen una pocas personas, si bien son las más valientes, sea porque no se oye su voz suave en medio del tumulto del mundo, o sea porque falta el valor necesario para seguirle en su pobreza, en sus dolores, en sus humillaciones y en sus otras cruces, que es preciso llevar para servirle todos los días de la vida (Lc. 9, 23). 

 

A la izquierda (Mt. 25, 33), el bando del mundo o del demonio. Es el más numeroso, y el más espléndido y brillante, al menos en apariencia. Allí corre todo lo más selecto del mundo. Se apretujan, y eso que los caminos son anchos, y que están más ensanchados que nunca por la muchedumbre que, como un torrente, los recorre. Están sembrados de flores, llenos de placeres y juegos, cubiertos de oro y plata (7, 13-14). 

 

A la derecha, el pequeño rebaño (Lc. 12, 32) que sigue a Jesucristo sólo sabe de lágrimas y penitencias, oraciones y desprecios del mundo. Entre sollozos, se oye una y otra vez: «suframos, lloremos, ayunemos, oremos, ocultémonos, humillémonos, empobrezcámonos, mortifiquémonos (Jn. 16, 20). Pues el que no tiene el espíritu de Jesucristo, que es un espíritu de cruz, no es de Cristo (Rom. 8, 9), ya que los que son de Jesucristo han crucificado su carne con sus concupiscencias (Gál. 5, 24). O nos configuramos como imagen viva de Jesucristo (Rom. 8, 29) o nos condenamos. ¡Animo!, gritan, ¡valor! Si Dios está por nosotros, en nosotros y delante de nosotros, ¿quién estará contra nosotros? (8, 31). El que está con nosotros es más fuerte que el que está en el mundo (1Jn 4,4). No es mayor el siervo que su señor (Jn. 13, 16; 15,20). Un instante de ligera tribulación produce un peso eterno de gloria (2 Cor. 4, 17). El número de los elegidos es menor de lo que se piensa (Mt. 20, 16). Sólo los valientes y esforzados arrebatan el cielo por la fuerza (Mt. 11, 12). Nadie será coronado sino aquél que haya combatido legítimamente según el Evangelio (2 Tim. 2, 5), y no según el mundo. ¡Luchemos, pues, con todo valor!». 

 

Éstas son algunas de las palabras divinas con las que los Amigos de la Cruz se animan mutuamente. 

 

Los mundanos, por el contrario, para animarse a perseverar en su malicia sin escrúpulo, claman todos los días: «¡Vivir, vivir! ¡Paz, paz! ¡Alegría, alegría! ¡Comamos, bebamos, cantemos, dancemos, juguemos! Dios es bueno, Dios no nos ha creado para condenarnos. Dios no prohíbe las diversiones; no vamos a ser condenados por eso. ¡Fuera escrúpulos! ¡"No moriréis" (Gén. 3, 4)»! 

 

Acordaos, mis queridos cofrades, de que nuestro buen Jesús os está mirando ahora, y os dice a cada uno en particular: «Ya ves que casi toda la gente me abandona en el camino real de la Cruz. Los idólatras, cegados, se burlan de mi Cruz como de una locura; los judíos, en su obstinación, se escandalizan de ella (1 Cor. 1, 23), como si fuera un objeto de horror; los herejes la destrozan y derriban como cosa despreciable. Pero -y lo digo con lágrimas y con el corazón atravesado de dolor- mis propios hijos, criados a mis pechos e instruidos en mi escuela, los propios miembros míos que he animado con mi espíritu, me han abandonado y despreciado, haciéndose enemigos de mi Cruz (Is. 1, 2; Filip. 3, 18). "¿También vosotros queréis marcharos?" (Jn. 6, 67). ¿También vosotros queréis abandonarme, huyendo de mi Cruz, como los mundanos, que son en esto verdaderos anticristos (1 Jn. 2, 18)? ¿Es que queréis vosotros, para conformaros con el siglo presente (Rom. 12, 2), despreciar la pobreza de mi Cruz, para correr tras las riquezas; evitar el dolor de mi Cruz, para buscar los placeres; odiar las humillaciones de mi Cruz, para ambicionar los honores? En apariencia, tengo yo muchos amigos, que aseguran amarme, pero que, en el fondo, me odian, porque no aman mi Cruz; tengo muchos amigos de mi mesa, y muy pocos de mi Cruz» [Imitación de Cristo II, 11, 1]. 

 

Ante esta llamada de Jesús tan amorosa, elevémonos por encima de nosotros mismos, y no nos dejemos seducir por nuestros sentidos, como Eva (Gén. 3, 6). Miremos solamente al autor y consumador de nuestra fe, Jesús crucificado (Heb. 12, 2). Huyamos la depravada concupiscencia de este mundo corrompido (2 Pe. 1, 4). Amemos a Jesucristo de la manera más alta, es decir, a través de toda clase de cruces. Meditemos bien las admirables palabras de nuestro amado Maestro, que sintetizan toda la perfección de la vida cristiana: «Si alguno quiere venir en pos de Mi, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y que me siga» (Mt. 16, 24). 

 

En efecto, la perfección cristiana, consiste en: 

 

• 1º querer ser santo: el que quiera venirse conmigo, • 2º abnegarse: que se niegue a sí mismo, • 3º padecer: que cargue con su cruz, • 4º obrar: y que me siga. Si alguno: y no algunos, se refiere al reducido número de los elegidos (Mt. 20, 16), que quieren configurarse a Jesucristo crucificado, llevando su cruz. Es un número tan pequeño, tan reducido, que si lo conociéramos, quedaríamos pasmados de dolor. 

 

Es tan pequeño que apenas si hay uno por cada diez mil. Así fue revelado a varios santos, como a San Simeón Estilita, según refiere el santo abad Nilo, después de San Efrén, San Basilio y varios otros. Es tan reducido que, si Dios quisiera reunirlos, tendría que gritarles, como otra vez lo hizo un profeta: «¡congregaos uno a uno!» (Is. 27, 12), uno de esta provincia, otro de aquel reino. 

 

Si alguno quiere: aquel que tenga una voluntad sincera, una voluntad firme y determinada, no ya por naturaleza, costumbre o amor propio, por interés o respeto humano, sino por una gracia victoriosa del Espíritu Santo, que no a todo el mundo se da: «no a todos ha sido dado a conocer el misterio» (Mt. 13, 11). De hecho, el conocimiento del misterio de la Cruz ha sido dado a unas pocas personas. Para que un hombre suba al Calvario y se deje crucificar con Jesús, en medio de su propia gente, es necesario que sea un valiente, un héroe, un decidido, un discípulo de Dios, que pisotee el mundo y el infierno, su cuerpo y su propia voluntad; un hombre resuelto a dejarlo todo, a emprender todo lo que sea y a sufrirlo todo por Jesucristo. 

 Sabedlo bien, queridos Amigos de la Cruz: aquellos de entre vosotros que no tengan esta determinación andan sólo con un pie, vuelan sólo con un ala, y no son dignos de estar entre vosotros, porque no merecen llamarse Amigos de la Cruz, a la que hay que amar, como Jesucristo, «con un corazón generoso y de buena gana» (2 Mac. 1, 3). Basta una voluntad a medias para contagiar, como una oveja sarnosa, a todo el rebaño. Si una de éstas hubiera entrado en vuestro redil por la puerta falsa del mundo, en el nombre de Jesucristo crucificado, echadla fuera, pues es un lobo en medio de las ovejas (Mt. 7, 15). 

 

Si alguno quiere venir en pos de Mi, que tanto me humillé (Filip. 2, 6-8) y que me anonadé tanto que llegué a «parecer un gusano, y no un hombre» (Sal. 21, 7); conmigo, que no vine al mundo sino para abrazar la Cruz -«aquí estoy» (Sal. 39, 8; Heb. 10, 7-9)-; para alzarla en medio de mi corazón -«en las entrañas» (Sal. 39, 9)-; para amarla desde joven -«la quise desde muchacho» (Sab. 8, 2)-; para suspirar por ella toda mi vida -«¡cómo la ansío!» (Lc. 12, 50)-; para llevarla con alegría, prefiriéndola a todos los goces y delicias del cielo y de la tierra -«en vez del gozo que se le ofrecía, soportó la cruz» (Heb. 12, 2)-; conmigo, en fin, que no hallé la plena alegría hasta morir en sus divinos brazos. 

 

Si alguno pues, quiere venir en pos de Mi, así anonadado y crucificado, debe, a imitación de mí, no gloriarse sino en la pobreza, en las humillaciones y en los sufrimientos de mi Cruz: «que se niegue a sí mismo». Lejos de los Amigos de la Cruz esos que sufren con orgullo, esos sabios según el siglo, esos grandes genios y espíritus fuertes, que están rellenos e hinchados con sus propias luces y talentos. Lejos de aquí esos grandes charlatanes, que hacen mucho ruido y que no dan más fruto que el de su vanidad. Lejos de aquí los devotos soberbios, que hacen resonar en todas partes aquel «no soy como los demás» del orgulloso Lucifer (Lc. 18, 11); que no aguantan que les censuren, sin excusarse; que los ataquen, sin defenderse; que los humillen, sin ensalzarse. 

 

No admitáis en vuestra compañía a estos hombres delicados y sensuales, que se duelen de la menor molestia, que gritan y se quejan por el menor dolor, que jamás han conocido la cadenilla, el cilicio y la disciplina, ni otro instrumento alguno de penitencia, y que unen a sus devociones -aquellas que están de moda- una sensualidad y una inmortificación sumamente encubiertas y refinadas. 

 

«Que cargue con su cruz», con la suya propia. Que ese tal, que ese hombre, esa mujer excepcional -«toda la tierra, de un extremo al otro, no alcanzaría a pagarle» (Prov. 31, 10]-, tome con alegría, abrace con entusiasmo y lleve sobre sus hombros con valentía su cruz, y no la de otro; -su propia cruz, aquélla que con mi sabiduría le he hecho, en número, peso y medida exactos (Sab. 11, 21]; -su cruz, cuyas cuatro dimensiones, espesor y longitud, anchura y profundidad, tracé yo por mi propia mano con toda exactitud; -su cruz, la que le he fabricado con un trozo de la que llevé sobre el Calvario, como expresión del amor infinito que le tengo; -su cruz, que es el mayor regalo que puedo yo hacer a mis elegidos en esta tierra; -su cruz, formada en su espesor por la pérdida de bienes, humillaciones y desprecios, dolores, enfermedades y penas espirituales, que, por mi providencia, habrán de sobrevenirle cada día hasta la muerte; -su cruz, formada en su longitud por una cierta duración de meses o días en los que habrá de verse abrumado por la calumnia, postrado en el lecho, reducido a la mendicidad, víctima de tentaciones, sequedades, abandonos y otras penas espirituales; -su cruz, constituida en su anchura por todas las circunstancias más duras y amargas, unas veces por parte de sus amigos, otras por los domésticos o los familiares; su cruz, en fin, compuesta en su profundidad por las aflicciones más ocultas que yo mismo le infligiré, sin que pueda hallar consuelo en las criaturas, pues éstas, por orden mía, le volverán la espalda y se unirán a mí para hacerle padecer.  

 

«Que la cargue», que la cargue: no que la arrastre, ni que la rechace o la recorte o la oculte. Es decir, que la lleve en lo alto de la mano, sin impaciencia ni tristeza, sin quejas ni murmuraciones voluntarias, sin componendas ni miramientos naturales, y sin sentir por ello vergüenza alguna o respetos humanos. «Que la cargue», es decir, que la lleve marcada en su frente, diciendo aquello de San Pablo: «en cuanto a mí, no quiera Dios que me gloríe sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo» (Gál. 6, 14], mi Maestro. Que la lleve sobre sus hombros, a ejemplo de Jesucristo, para que la cruz venga a ser el arma de sus conquistas y el cetro de su imperio (Is. 9, 6-7].  

 

Finalmente, que él la grabe en su corazón por el amor, para transformarla así en zarza ardiente, que día y noche se abrase en el puro amor de Dios, sin consumirse (Ex. 3, 2].  «La cruz». Que cargue con la cruz, pues nada hay tan necesario, nada tan útil, tan dulce ni tan glorioso, como padecer algo por Jesucristo (Hch. 5, 41]. En efecto, queridos Amigos de la Cruz, todos sois pecadores. Entre vosotros no hay ninguno que no merezca el infierno (Prov. 24, 16; 1 Jn. 1, 10] -y yo más que ninguno-. Pues bien, es necesario que nuestros pecados sean castigados en este mundo o en el otro. Si Dios, los castiga en éste mundo (de común acuerdo con nosotros), el castigo será amoroso: la misericordia, que reina en este mundo, será quien castigue, y no la rigurosa justicia; será, pues, un castigo suave y pasajero, acompañado de consolaciones y méritos, y seguido de recompensas en el tiempo y la eternidad. 

 

Pero si el castigo necesario a los pecados que hemos cometido queda reservado para el otro mundo, será entonces la justicia implacable de Dios, que todo lo lleva a sangre y fuego, la que ejecute la condena.  

 

Castigo espantoso (Heb. 10, 31], indecible, incomprensible: «¿quién conoce la vehemencia de tu ira?» (Sal. 89, 11]; castigo sin misericordia (Sant. 2, 13], sin mitigación, sin méritos, sin límite y sin fin. Sí, no tendrá fin: ese pecado mortal de un momento que cometisteis; ese mal pensamiento voluntario que escapó a vuestro cuidado; esa palabra que se llevó el viento; esa acción diminuta que violentó la ley de Dios, tan breve, serán castigados eternamente, mientras Dios sea Dios, con los demonios en el infierno, sin que ese Dios de las venganzas se apiade de vuestros espantosos tormentos, de vuestros sollozos y lágrimas, capaces de hendir las rocas. ¡Padecer eternamente, sin mérito alguno, sin misericordia y sin fin! 

 

Sí, este pecado mortal que habéis cometido en un instante, este mal pensamiento voluntario, que ha escapado a vuestro recuerdo, esta palabra que se ha llevado el viento, esta accioncilla contra la ley de Dios, que ha durado tan poco, serán castigados sin fin por una eternidad, mientras Dios sea Dios y esto en compañía de los demonios en el infierno, sin que el Dios de las venganzas se compadezca de vuestros espantosos tormentos, de vuestros sollozos y lágrimas, capaces de partir las rocas. ¡Sufrir por siempre, sin mérito, sin misericordia y sin fin! ¿Pensamos en esto queridos hermanos y hermanas míos, cuando padecemos alguna pena en este mundo? ¡Qué felices somos de hacer un cambio tan dichoso, una pena eterna e infructuosa por otra pasajera y meritoria, llevando esta cruz con paciencia! ¡Cuántas deudas nos quedan por pagar! ¡Cuántos pecados cometidos! Para expiar por ellos, aun después de una contrición amarga y de una confesión sincera, será necesario que suframos en el purgatorio durante siglos enteros, por habernos contentado en este mundo con algunas penitencias tan ligeras! ¡Ah! expiemos, en este mundo por las buenas, llevando bien nuestra cruz. En el otro, todo habrá de ser pagado por las malas, hasta el último céntimo (Mt. 5, 26], hasta una palabra ociosa (12, 36). Si lográramos arrancar de las manos del demonio el libro de la muerte (Col. 2, 14), donde ha señalado todos nuestros pecados y la pena que les es debida, ¡qué debe tan enorme encontraríamos! ¡Y qué felices nos veríamos de sufrir años enteros aquí abajo, con tal de no sufrir un solo día en la otra vida!  

 

¿No os lisonjeáis, acaso, amigos de la Cruz, de ser amigos de Dios o de querer llegar a serlo? Decidios, pues, a beber el cáliz que hay que apurar necesariamente para ser hecho amigo de Dios: bebieron el cáliz del Señor y llegaron a ser amigos de Dios. Benjamín, el preferido, halló la copa, mientras que sus hermanos sólo hallaron trigo (Gén. 44, 1-12). El predilecto de Jesucristo poseyó su corazón, subió al Calvario y bebió en su cáliz: «¿podéis beber el cáliz?» (Mt. 20, 22). Excelente cosa es anhelar la gloria de Dios; pero desearla y pedirla sin resolverse a padecerlo todo es una locura y una petición insensata: «no sabéis lo que pedís» (ib.)... «Es necesario pasar por muchas tribulaciones» (Hch. 14, 22)... Sí, es una necesidad, es algo indispensable: hemos de entrar en el reino de los cielos a través de muchas tribulaciones y cruces. 

 

Os gloriáis con toda razón de ser hijos de Dios. Gloriaos, pues, también de los azotes que este Padre bondadoso os ha dado y os dará más adelante, pues el castiga a todos sus hijos (Prov. 3, 11-12; Heb. 12, 5-8; Ap. 3, 19). Si no fuerais del número de sus hijos amados -¡qué desgracia, qué maldición!-, seríais del número de los condenados, como dice San Agustín: «quien no llora en este mundo, como peregrino y extranjero, no puede alegrarse en el otro como ciudadano del cielo».  

 

Si Dios Padre no os envía de vez en cuando alguna cruz señalada, es que ya no se cuida de vosotros: está enfadado con vosotros, y os considera como extraños y ajenos a su casa y su protección; os mira como hijos bastardos, que no merecen tener parte en la herencia de su padre, ni son dignos tampoco de sus cuidados y correcciones (Heb. 12, 7-8). 

 

Amigos de la Cruz, discípulos de un Dios crucificado: el misterio de la Cruz es un misterio ignorado por los gentiles, rechazado por los judíos (1 Cor. 1, 23), y despreciado por los herejes y los malos católicos; pero es el gran misterio que habéis de aprender en la práctica de la escuela de Jesucristo, y que solamente en su escuela lo podéis aprender. En vano buscaréis en todas las escuelas de la antigüedad algún filósofo que lo haya enseñado. En vano consultaréis la luz de los sentidos y de la razón: solamente Jesucristo puede enseñaros y haceros gustar este misterio por su gracia victoriosa. Adiestraos, pues, en este ciencia sublime bajo la guía de un Maestro tan excelente, y poseeréis todas las demás ciencias, pues ésta las contiene a todas en grado eminente. Ella es nuestra filosofía natural y sobrenatural, nuestra teología divina y misteriosa, nuestra piedra filosofal que, por medio de la paciencia, cambia los metales más groseros en preciosos, los dolores más agudos en delicias, la pobreza en riqueza, las humillaciones más graves en gloria. Aquel de vosotros que sabe llevar mejor su cruz, aun cuando fuere un analfabeto, es el más sabio de todos. Escuchad al gran San Pablo, que vuelto del tercer cielo, donde aprendió misterios ocultos a los mismos ángeles, asegura que no sabe ni quiere saber otra cosa que a Jesús crucificado (1 Cor. 2, 2). Alégrate, pues, tú, pobre idiota, y tú, humilde mujer sin talento ni ciencia: si sabéis sufrir con alegría, sabéis más que cualquier doctor de la Sorbona, que no sepa sufrir tan bien como vosotros (Mt. 11, 25).  

 

Sois miembros de Jesucristo (1 Cor. 6, 15; 12 ,27; Ef. 5, 30). ¡Qué honor! Pero ¡qué necesidad hay en ello de sufrir! Si la Cabeza está coronada de espinas (Mt. 27, 29) ¿estarán los miembros coronados de rosas? Si la Cabeza es escarnecida y cubierta de barro en el camino del Calvario ¿se verán los miembros cubiertos de perfumes sobre un trono? Si la Cabeza no tiene dónde reposar (8, 20), ¿descansarán los miembros entre plumas y edredones? Sería una monstruosidad inaudita. No, no, mis queridos Compañeros de la Cruz, no os engañéis: esos cristianos que veis por todas partes, vestidos a la moda, en extremo delicados, altivos y engreídos hasta el exceso, no son verdaderos discípulos de Jesús crucificado. Y si pensarais de otro modo, ofenderíais a esa Cabeza coronada de espinas y a la verdad del Evangelio. ¡Ay, Dios mío, cuántas caricaturas de cristianos, que pretenden ser miembros del Salvador, son sus más alevosos perseguidores, pues mientras con la mano hacen el signo de la Cruz, son en realidad sus enemigos! Si de verdad os guía el espíritu de Jesucristo, y si vivís la misma vida que esta Cabeza coronada de espinas, no esperéis otra cosa que espinas, azotes, clavos, en una palabra, cruz; pues es necesario que el discípulo sea tratado como el maestro y el miembro como la Cabeza (Jn. 15, 20). Y si el Cielo os ofrece, como a Santa Catalina de Siena, una corona de espinas y otra de rosas, elegid como ella la corona de espinas, sin vacilar, y hundidla en vuestra cabeza, para asemejaros a Jesucristo. 

 

No ignoráis que sois templos vivos del Espíritu Santo (1 Cor. 6, 19), y que como piedras vivas (1 Pe. 2, 5), habéis de ser construidos por el Dios del amor en el templo de la Jerusalén celestial (Ap. 21, 2.10). Pues bien, disponeos para ser tallados, cortados y cincelados por el martillo de la cruz. De otro modo, permaneceríais como piedras toscas, que no sirven para nada, que se desprecian y se arrojan fuera.  

 

¡Guardaos de resistir al martillo que os golpea! ¡Cuidado con oponeros al cincel que os talla y a la mano que os pule! Es posible que ese hábil y amoroso arquitecto quiera hacer de vosotros una de las piedras principales de su edificio eterno, y una de las figuras más hermosas de su reino celestial. Dejadle actuar en vosotros: él os ama, sabe lo que hace, tiene experiencia, cada uno de sus golpes son acertados y amorosos, nunca los da en falso, a no ser que vuestra falta de paciencia los haga inútiles. 

 

El Espíritu Santo compara la cruz: -unas veces a una criba que separa el buen grano de la paja y hojarasca (Is. 41, 16; Jer. 15, 7; Mt. 3, 12): dejaos, pues, sacudir y zarandear como el grano en la criba, sin oponer resistencia: estáis en la criba del Padre de familia, y pronto estaréis en su granero; -otras veces la compara a un fuego, que elimina el orín del hierro con la viveza de sus llamas (1 Pe. 1, 7): en efecto, nuestro Dios es un fuego devorador (Heb. 12, 29), que por la cruz permanece en el alma para purificarla, sin consumirla, como aquella antigua zarza ardiente (Ex. 3, 2-3); -y otras veces, en fin, la compara al crisol de una fragua, donde el oro bueno se refina (Prov. 17, 3; Sab. 2, 5), y donde el falso se disipa en humo: el bueno, sufre con paciencia la prueba del fuego, mientras que el malo se eleva hecho humo contra sus llamas. Es en el crisol de la tribulación y de la tentación donde los verdaderos amigos de la Cruz se purifican por su paciencia, mientras que los que son sus enemigos se desvanecen en humo (Sal. 36, 20; 67, 3) por su impaciencia y sus protestas. 

 

Mirad, Amigos de la Cruz, mirad delante de vosotros una inmensa nube de testigos (Heb. 12, 1), que demuestran sin palabras lo que os estoy diciendo.  

 

Ved al paso un Abel justo, asesinado por su hermano (Gén. 4, 4.8); un Abraham justo, extranjero sobre la tierra (12, 1-9); un Lot justo, expulsado de su país (19, 1.17); un Jacob justo, perseguido por su hermano (25, 27; 27, 41); un Tobías justo, afligido por la ceguera (Tob. 2, 9-11); un Job justo, arruinado, humillado y hecho una llaga de los pies a la cabeza (Job 1, 1 ss). Mirad a tantos apóstoles y mártires teñidos con su propia sangre; a tantas vírgenes y confesores empobrecidos, humillados, expulsados, despreciados, clamando a una con San Pablo: mirad a nuestro buen «Jesús, el autor y consumador de la fe» (Heb. 12, 2), que en él y en su cruz profesamos. Tuvo que padecer para entrar por su cruz en la gloria (Lc. 24, 26). Mirad, junto a Jesús, una espada afilada que penetra hasta el fondo del corazón tierno e inocente de María (Lc. 2, 35), que nunca tuvo pecado alguno, ni original ni actual. ¡Lástima que no pueda extenderme aquí sobre la Pasión de uno y de otra, para hacer ver que lo que nosotros sufrimos no es nada en comparación de lo que ellos sufrieron! Después de todo esto ¿quién de nosotros podrá eximirse de llevar su cruz? ¿Quién de nosotros no volará apresurado hacia los sitios donde sabe que la cruz le espera? ¿Quién no exclamará con San Ignacio mártir: «¡que el fuego, la horca, las bestias y los tormentos todos del demonio vengan sobre mí para que yo goce de Jesucristo!» [Romanos 5]? [33] Pero, en fin, si no queréis sufrir con paciencia y llevar vuestra cruz con resignación, como los predestinados, tendréis que llevarla con protesta e impaciencia, como los reprobados. Así os pareceréis a aquellos dos animales que arrastraban el Arca de la Alianza mugiendo (1 Re. 6, 12). Os asemejaréis a Simón de Cirene, quien echó mano a la Cruz misma de Jesucristo, a pesar suyo (Mt. 27, 32), y que no dejaba de protestar mientras la llevaba. Vendrá a sucederos, en fin, lo que al mal ladrón, que de lo alto de la cruz se precipitó al fondo de los abismos (27, 38). No, no, esta tierra maldecida en que habitamos no cría hombres felices. No se ve claro en este país de tinieblas. No es en absoluto perfecta la tranquilidad en este mar tormentoso. Nunca faltan los combates en este lugar de tentación, que es un campo de batalla. Nadie se libra de pinchazos en esta tierra llena de espinas (Gén. 3, 18). Es preciso que los predestinados y los reprobados lleven su cruz, de grado o por fuerza. Tened presentes estos cuatro versos: 

 

Escoge una de las cruces que ves en el Calvario  Escoge sabiamente pues será necesario,  Que sufras como santo y como penitente,  O como los réprobos, sin fin y eternamente  

 

Eso significa que si no queréis sufrir con alegría, como Jesucristo; o con paciencia, como el buen ladrón, tendréis que sufrir a pesar vuestro como el mal ladrón; habréis de apurar entonces hasta las heces el cáliz más amargo (Is. 51, 17), sin consolación alguna de la gracia, y llevando todo el peso de la cruz sin la poderosa ayuda de Jesucristo. Más aún, tendréis que llevar el peso fatal que añadirá el demonio a vuestra cruz, por la impaciencia a la que os arrastrará; y así, tras haber sido unos desgraciados sobre la tierra, como el mal ladrón, iréis a reuniros con él en las llamas. 

 

Por el contrario, si sufrís como conviene, la cruz se os hará un yugo muy suave (Mt. 11, 30), que Jesucristo llevará con vosotros. Vendrá a ser las dos alas del alma que se eleva al cielo; el mástil de la nave que os llevará al puerto de la salvación feliz y fácilmente. Llevad, pues, vuestra cruz con paciencia, y por esta cruz bien llevada, os veréis iluminados en vuestras tinieblas espirituales, pues quien no ha sido probado por la tentación, nada sabe (Sab. 34, 9). Llevad vuestra cruz con alegría, y os veréis abrasados en el amor divino, pues «sin cruces ni dolor, no se vive en el amor» [Imitación de Cristo III, 5, 7]. Solamente se recogen rosas entre las espinas. Y sólo la cruz enciende el amor de Dios, como la leña el fuego. Recordad aquella hermosa sentencia de la Imitación: «cuanta violencia os hiciereis sufriendo con paciencia, tanto creceréis» en el amor divino [I, 25, 3]. No esperéis nada grande de esas personas delicadas y perezosas, que rehuyen la cruz cuando ésta se les acerca, y que jamás por su cuenta se buscan alguna con discreción: son tierra inculta que no dará sino abrojos, porque no ha sido arada, desmenuzada y removida por el labrador experto; son agua estancada, que no sirve ni para lavar ni para beber. 

 Continuará  (13)

 

viernes, 23 de febrero de 2024

1926 Encíclica Iniquis Afflictisque, sobre la durísima situación del catolicismo en México. Pío XI.

 


1926 Encíclica Iniquis Afflictisque, sobre la durísima situación del catolicismo en México. Pío XI.

Roma, en San Pedro, 18 de noviembre de 1926.

 

Carta Encíclica “Iniquis Afflictisque”. Sobre la durísima situación del catolicismo en México. Pío PP. XI.

VENERABLES HERMANOS SALUD Y BENDICIÓN APOSTÓLICA

INTRODUCCIÓN

1.- Violenta persecución en Méjico.
Que no haya otro remedio sino de algún especial auxilio de Dios misericordioso para las condiciones inicuas y aflictivas en que está el catolicismo en la República Mexicana, lo dijimos al terminar el año anterior en la alocución que dirigimos a los Cardenales reunidos en el consistorio; y no habéis vosotros dejado de instar a vuestros fieles con pastoral cuidado, coincidiendo con Nuestra opinión y deseos, que más de una vez hemos manifestado, a fin de que conmoviesen al divino Fundador de la Iglesia con preces abundantes para que cure tan graves males. Tan graves males, decimos, puesto que a nuestros queridos hijos de México están atormentando desde hace tiempo y lo mismo en estos días, otros también, hijos nuestros, que se han apartado de la milicia de Cristo y del común Padre de todos. Y si en los tiempos primitivos de la Iglesia y en otras ocasiones se han cometido atrocidades contra los cristianos, tal vez en ninguna parte y en ningún otro tiempo sucedió que, desechados y violados los derechos de Dios y de la Iglesia, y sobrepuesta con el objeto de excusar la arbitrariedad cierta especie legal con artimañas premeditadas, unos pocos han quitado la libertad a la mayoría, sin ninguna consideración para con los ciudadanos, y sin ningún miramiento a los méritos de los antepasados.

2.- Ordena preces por los mejicanos.
Queremos, pues, que por medio de súplicas empleadas para el efecto en privado y en público, y ordenadas para ello, no os falte a vosotros y a los fieles todos el testimonio más grande de Nuestra buena voluntad; estas preces que ya han comenzado a rezarse, es necesario y de suma importancia que de ninguna manera se interrumpan, más aún, que continúen fervorosamente. Pues dirigir y acomodar las circunstancias de las cosas y de los tiempos, por medio del cambio de las opiniones y los ánimos de los hombres, de manera que sirvan para el bien de la sociedad humana, no es propio de los mortales, sino del Ser divino, el cual es el único que puede poner fin y término a tales vejaciones.

3.- Frutos heroicos de las oraciones.
Y no os parezca, Venerables Hermanos, que tales súplicas las habéis ordenado inútilmente porque los gobernantes de la República Mexicana, por su despiadado odio contra la religión, han continuado urgiendo sus malas leyes con más acritud y fiereza: puesto que fortalecidos el clero y la multitud de los católicos por la más abundante efusión de la gracia divina para resistir pacientemente, han dado de sí tal ejemplo y espectáculo, que Nosotros mismos con un solemne documento de la autoridad apostólica lo colocamos a la luz de todo el orbe católico con toda razón y justicia. El mes pasado en el día en que ante una gran concurrencia de fieles decretamos el honor de los beatos a los mártires de la revolución francesa, Nuestro pensamiento volaba espontáneamente hacia los católicos mexicanos, a los cuales asistía el mismo deliberado propósito que a aquellos, es decir, resistir a la pasión y violencia ajena, antes que apartarse de la unidad de la Iglesia y de la autoridad de la Sede Apostólica. ¡Oh alabanza preclara de la divina esposa de Cristo, a la cual nunca ha faltado a través de los siglos una descendencia noble y generosa, dispuesta a luchar y a padecer y a morir por la santísima libertad de la fe!

 

I. BREVE HISTORIA DE LA INICUA PERSECUCIÓN

 

4.- Recuerdo general de los detalles persecutorios.
Los tristes tiempos de la Iglesia mexicana, Venerables Hermanos, no hay para qué de nuevo los traigamos a la memoria. Basta que tengamos presente esto solo: que en la edad reciente, las agitaciones políticas, ciertamente frecuentes, las más de las veces han redundado en perturbación y destrucción de la religión, a la manera como sucedió principalmente en los años 1914 y 1915, cuando hombres de barbarie inveterada se portaron tan feroz y ásperamente contra ambos cleros, contra las sagradas vírgenes, contra los lugares y las cosas dedicadas al culto divino, que no perdonaron a ninguna injuria o ignominia y a ninguna violencia.

5.- Trato irrespetuoso a los Nuncios.
Y puesto que estamos ante un asunto conocidísimo, acerca del cual Nosotros hemos protestado públicamente y se ha informado con abundancia en los diarios, no hay para qué lamentemos extensamente con vosotros cómo en estos últimos años de los delegados apostólicos enviados a México, despreciando toda justicia, fidelidad y humanidad, a uno lo echaron de la República, y al otro, que por causa de salud había pasado breve tiempo fuera del territorio, se le prohibió volver, y a otro finalmente no se le trató, con menor hostilidad y se le mandó al fin salir de la nación. En lo cual —pasando por alto que no hubiera habido ningún intérprete y conciliador de la paz más apto que aquellos ilustres varones— nadie deja de ver cuan injusto deshonor se infirió a su dignidad arzobispal y al honorífico cargo que desempeñaban, y principalmente a Nosotros, cuya autoridad representaban.

6.- La Ley de 1917 y sus disposiciones vejatorias.
Todo esto es muy desagradable y muy grave; pero, Venerables Hermanos, las cosas que después debemos decir, están tan en contra de los derechos de la Iglesia como las que más, y son a la vez las más deplorables para los católicos de esa nación.

Y en primer lugar veamos aquella ley promulgada el año 1917 y llamada “constitución política” de las ciudades federadas de México. Por lo que atañe a Nosotros, después de haber sancionado la separación de la República respecto de la Iglesia, ningunos derechos le quedan a ésta, como condenada a muerte, y ningunos derechos puede adquirir en lo futuro; se da a los magistrados la potestad de interponer su autoridad en los asuntos del culto de la disciplina interna de la Iglesia. Los ministros sagrados quedan comparados con los obreros y demás empleados, con esta diferencia, que aquellos no sólo deben ser mexicanos de nacimiento y no exceder un número determinado, que deben definir los legisladores de cada uno de los estados, sino que también se ven privados de sus derechos políticos y civiles, a manera de hombres facinerosos o insanos. A esto se añade que se les ha mandado que junto con diez de los ciudadanos declaren al magistrado que ellos han tomado posesión de algún templo o se han trasladado a otro lugar. No es permitido en México pronunciar los votos religiosos, ni la existencia de órdenes y congregaciones religiosas. No es lícito ejercer el culto público, a no ser dentro de los templos y bajo la vigilancia de los gobernadores; los mismos templos se consideran propios de la nación: y por el mismo título los palacios episcopales y canonicales, los seminarios, las casas religiosas, los hospitales y todas las instituciones dedicadas a la beneficencia son sustraídas a la Iglesia. Esta ya no tiene dominio sobre ninguna cosa; y todos los bienes que poseía cuando la ley se promulgó fueron adjudicados a la Nación, dándose a cualquiera denunciar lo que la Iglesia parecía poseer por medio de otros: a este derecho o acción, con el objeto de fortalecerlo se ha prevenido por la misma ley que le asiste el favor de la mera presunción. Los ministros sagrados no pueden recibir nada en testamento, a no ser de sus parientes próximos. No se reconoce a la Iglesia ninguna potestad sobre el matrimonio de los cristianos, el cual por lo tanto sólo entonces es válido cuando lo es por derecho civil. Hay libertad de enseñanza, pero con estas condiciones, que a los sacerdotes y a los hermanos religiosos no les es lícito enseñar ni dirigir las escuelas de primera enseñanza y que la instrucción de los niños, aún en los colegios privados, debe estar huérfanos de religión. Se ha establecido, asimismo que todo cuanto la Iglesia ordene acerca del orden de los estudios y del certificado de haber pasado el curso de los estudios en sus escuelas no tiene ningún valor público.

7.- La Iglesia, sociedad perfecta, protesta de los atropellos.
Ciertamente, Venerables Hermanos, los que instituyeron, aprobaron y sancionaron tal ley ignoraban que la Iglesia, sociedad perfecta con propio derecho, ha sido constituida por Cristo Redentor y Rey de los hombres para el bien común, y que tiene plena libertad concedida por Dios para desempeñar su cargo —esta ignorancia en el siglo XX después de Cristo parece increíble en una nación católica y entre hombres bautizados—, o creyeron soberbia y locamente que podían ellos echar abajo y destruir la casa del Señor, edificada firmemente y bien fundada sobre piedra firme (Mat. 7, 28), o ardían en la pasión vehemente de dañar de cualquier manera a la Iglesia. Así, pues, ¿cómo podían callar los arzobispos y obispos mexicanos después de la promulgación de tan inicua ley? Y poco después ¿cómo podían dejar de reclamar en cartas tranquilas pero llenas de fuerza; tener Nuestro Antecesor su, exposición como verdadera; aprobarla los obispos todos en común de algunas naciones y la mayoría de los de otras en iniciativas particulares; y confirmarla Nosotros mismos el 25 de Enero de este año, cuando escribimos a todos los obispos mexicanos Nuestra carta consolatoria?

8.- Los obispos mitigan y esperan mejores tiempos.
Confiaban a su vez los mismos obispos, que los gobernantes mexicanos llegarían a comprender, tranquilizadas poco a poco las cosas, cuánto daño amenazaba y cuánto peligro a casi todo el pueblo por causa de los artículos de aquella ley con los cuales se disminuía la libertad religiosa, y que, por lo tanto, por causa de la paz, no harían ninguno o casi ningún uso de aquellas determinaciones y que llegarían entre tanto a una manera tolerable de vivir. Pero, aunque los obispos aconsejaban mitigación y a causa de ello el clero el pueblo tuvieron infinita paciencia, se perdió toda esperanza de tranquilidad y de paz.

9.- Nueva Ley persecutoria, más severa.
Pues por una ley promulgada por el presidente en Julio de este año (1926), ya entonces no le queda a la Iglesia casi nada de los derechos y de la libertad en aquellas regiones; el ejercicio del sagrado ministerio de tal manera se halla impedido, que es castigado con penas severísimas como un crimen capital. Con este uso tan perverso de la potestad pública Nos conmovemos, Venerables Hermanos, mucho más de lo que es creíble. Pues todo aquel que venera a Dios nuestro Creador y Redentor amantísimo, todo aquel que quiere obedecer a los mandamientos de la Santa Madre Iglesia, éste, este inocente decimos, debe ser tenido como culpable, éste debe ser privado de los derechos comunes, y debe ser llevado a la cárcel pública con los criminales. Oh i qué bien cuadra a los autores de tales cosas aquello que dijo Cristo Nuestro Señor a los príncipes de los judíos: esta es vuestra hora y el poder de las tinieblas (Luc. 22, 53). De estas leyes la que se ha dado más recientemente no viene ya a interpretar la antigua, como quieren, sino a hacerla peor y mucho más intolerable; pero las prescripciones de ambas de tal manera las urgen el Presidente de la República y sus Ministros, que ninguno de los gobernadores de los estados federados y ninguno de los magistrados y de los jefes militares se dan reposo en la persecución de los católicos.

10.- Campaña de difamación.
a la persecución se siguen las injurias: pues acostumbran unas veces a recriminar a la Iglesia ante el pueblo, otras por medio de impudentísimas mentiras pronunciadas en discursos públicos, quitando a cualquiera de los nuestros la potestad de hablar y de rebatir, con escarnios e injurias, otras por medio de revistas y de diarios enemigos de la verdad y de la acción católica. Y si al principio en los comentarios públicos, mediante la exposición de la verdad y la refutación de las falsedades pudieron los nuestros prestar algún auxilio a la Iglesia e intentar su defensa, a estos ciudadanos, inflamados del amor a la patria, ya no les es permitido clamar por la libertad y la fe tradicional y del culto divino, con paga o sin ella. Pero Nosotros conscientes de nuestra misión apostólica levantaremos la voz; y la pasión de los adversarios por un lado, y la heroica virtud y la constancia de los obispos, de los sacerdotes, de las congregaciones religiosas y de los laicos por otro lado, sépalas todo el orbe católico de labios del Padre común.

11.- Clausura de instituciones católicas.
Los sacerdotes extranjeros y los religiosos son expulsados; los colegios destinados a la educación cristiana de los niños y de las niñas son clausurados porque o tienen algún nombre religioso o poseen alguna imagen o estatua sagrada; no por otro motivo son clausurados bastantes seminarios, escuelas, hospitales, monasterios, y los edificios que contienen templos.

12.- Limitación del número de sacerdotes y de sus funciones.
Casi en cada una de las ciudades o estados se ha determinado y limitado al mínimum el número de los sacerdotes destinados a desempeñar las sagradas funciones, los cuales además no pueden desempeñarlas si no están inscritos ante el magistrado y han obtenido permiso del mismo. En algunas partes tales son las condiciones que se han puesto para desempeñar el misterio sagrado, que si no se tratase de cosa tan lamentable, movería a risa: por ejemplo que los sacerdotes tengan una edad determinada; que hayan contraído matrimonio civil; que no bauticen sino con agua corriente. En cierto Estado se ha decretado que dentro de sus límites no haya más que un Obispo; por lo cual los otros dos obispos han debido desterrarse de sus propias diócesis. Forzados por la condición de las cosas, algunos otros obispos han debido salir de su sede episcopal; otros han sido llevados a los jueces; muchos han sido detenidos; y los demás están a punto de serlo.

13.- Terrorización de las conciencias.
De todos los mexicanos que se ocupan en la instrucción de la juventud o en otros oficios públicos, se les ha preguntado si están con el Presidente de la República o si alaban la guerra hecha a la religión católica; y han sido obligados asimismo, bajo pena de ser apartados de su oficio, a participar en compañía de los soldados y de los obreros en cierta manifestación, organizada por la Asociación socialista que llaman el Obrero Regional Mexicano; esta manifestación, organizada en México, D.F. y en las demás ciudades en el mismo día y disuelta después de impíos discursos dirigidos al pueblo, tuvo como fin que, después de haberse llenado a la Iglesia de injurias, se aprobara en medio de clamores y aplausos populares la acción y los trabajos del mismo Presidente.

14.- Enjuiciamiento y encarcelación.
Y no paró aquí la arbitrariedad y crueldad de los enemigos. Hombres y mujeres que defendían la causa de la religión y de la Iglesia ya sea de viva voz, ya con escritos o pequeños comentarios, han sido llamados a juicio y encarcelados; asimismo han sido encarcelados íntegros capítulos de canónigos con ancianos o enfermos; los sacerdotes y otros del pueblo han sido muertos sin misericordia alguna en los caminos, en las plazas, frente a los templos. ¡Ojala que tos que tantas y tan grandes culpas cometen se arrepientan alguna vez y se acojan penitentes a la misericordia de Dios: y estamos persuadidos que Nuestros hijos, muertos injustamente, no piden de Dios otra venganza para sus verdugos que ésta!

 

II. LA DEFENSA CATÓLICA

 

15.- Carta pastoral aclaratoria de los obispos.
Vamos ahora a exponer, aunque sea brevemente, Venerables Hermanos, cómo los obispos, los sacerdotes y los fieles de México se han levantado y han opuesto un muro alrededor la casa de Israel y se han organizado en guerra (Ezeq. 13, 5).

Por cierto no puede dudarse de que los Obispos mexicanos, por unánime consentimiento, debían probar todos los medios posibles para atender a la libertad y a la dignidad de la Iglesia. Y, primeramente, en una carta dada a todo el pueblo después que demostraron fácilmente que el clero siempre se había conducido pacíficamente, y que asimismo había tratado con los gobernantes de la República con prudencia y con paciencia y había tolerado leyes injustas con ánimos tranquilos, después de haber resumido la doctrina de la Iglesia acerca de su constitución divina, avisaron a los fieles que debían perseverar de tal manera en la religión cristiana, que debían obedecer más a Dios que a los hombres (Act. 5, 29), siempre que se imponían leyes que por su estructura estaban en oposición a la constitución y la vida de la Iglesia.

16.- Nuevas cartas definen la posición de la Iglesia frente a la ley de persecución.
Después de haber sido promulgada por el Presidente la inicua ley, por medio de otras cartas comunes afirmaron lo siguiente: que admitir tal ley era lo mismo que negar la Iglesia y entregarla a los gobernantes de los Estados, los cuales por lo demás desistirían de su empeño; que preferían abstenerse del público ejercicio de sus sagradas funciones; y que por lo tanto el culto, que no podía ejercerse sin los sacerdotes, quedaba totalmente suspendido a partir del último día del mes de Julio, en el cual comenzaba a tener vigor aquella ley. Y como los gobernadores mandasen que los templos se entregasen en todas partes a la custodia de laicos, que debía elegir el Presidente del Municipio, y de ninguna manera debía entregarse a los que fueran nombrados o designados por los Obispos o Sacerdotes, por haberse trasladado la posesión de los templos a
las manos de los civiles, casi en todas partes los Obispos ordenaron que no admitiesen la elección hecha por los magistrados civiles, y que no entrasen en aquellos templos que dejaban de estar en posesión de la Iglesia; en algunas otras partes sin embargo, según la variedad de las circunstancias, se proveyó de otra manera.

17.- Actitudes conciliatorias de la Iglesia.
Pero no penséis, Venerables Hermanos, que los Obispos mexicanos dejaron pasar alguna ocasión y oportunidad de calmar los ánimos y de llegar a la concordia de la conciliación, aunque desconfiasen del buen éxito, y, más aún, desesperasen. Pues consta muy bien que los Obispos reunidos en México en representación de todo el Episcopado Mexicano, enviaron al Presidente de la República una carta sumamente correcta y respetuosa, en favor del Obispo de Huejutlan, el cual había sido tomado preso y llevado en forma indigna con gran acompañamiento de soldados a la ciudad vulgarmente llamada Pachuca; pero no es menos cierto que el Presidente les contestó con una carta llena de ira y de odio. Y como algunos esclarecidos varones, deseosos de la paz, interpusiesen espontáneamente sus oficios para que el mismo Presidente tuviera a bien hablar con el arzobispo de Morelia y el Obispo de Tabasco, después de haber tratado durante mucho tiempo de asuntos gravísimos, disputándose de una y otra parte, no se logró ningún éxito o resultado.

18.- Moción respetuosa a la Cámara es rechazada.
Después deliberaron los Obispos si debían pedir al Congreso Público, encargado de las leyes, la abrogación de aquellas que eran contrarias a los derechos de la Iglesia, o más bien, como lo habían hecho antes, resistir pacientemente o como suelen decir pasivamente: pues por muchos motivos pensaban que tal súplica sería enteramente inútil. Presentaron sin embargo el escrito suplicatorio, redactado sabiamente por católicos muy peritos en el derecho y diligentemente meditado por los Obispos: a esta petición de los Obispos, gracias a la diligencia de los socios de la Federación para defender a la libertad religiosa, de la que hablaremos después, muchos de los fieles de ambos sexos dieron su asentimiento por escrito. Lo que tenía que pasar, los Obispos lo habían previsto acertadamente, pues el Congreso Nacional rechazó el escrito propuesto, por unanimidad de sufragios con una sola excepción, y por el único motivo de que los Obispos carecían de personalidad jurídica, habían recurrido al Romano Pontífice y no querían reconocer las leyes nacionales.

19.- Resolución de heroica resistencia pese a las amenazas de los gobernadores.
¿Qué más le quedaba por hacer a los Obispos sino manifestar que nada cambiarían en su manera propia de proceder y en la del pueblo, antes de que se suprimiesen las leyes injustas? Los gobernadores de los Estados, abusando de su poder y de la maravillosa paciencia de los ciudadanos, amenazaron al clero y al pueblo mexicano con cosas todavía más graves; pero ¿cómo era posible vencer y superar a hombres que estaban dispuestos a sufrir cualesquiera atropellos antes que se llegase a una transacción tal que sufriera detrimento la causa de la libertad católica?

20.- Los sacerdotes fieles a la jerarquía sufren.
Los sacerdotes por su parte imitaron maravillosamente e hicieron suya la constancia de los obispos en medio de las mayores calamidades: los ejemplos egregios de virtudes que ellos nos han dado y de los cuales hemos recibido Nosotros grande consuelo los proponemos y los alabamos ante todo el universo católico "porque son dignos de ello (Apoc. 3, 4). Y en este asunto, cuando pensamos que a pesar de que en México se han utilizado todos los artificios, y que todo el esfuerzo y todas las vejaciones de los adversarios se han dirigido principalmente a este punto, es decir, a que el clero y el pueblo se aparten de la jerarquía sagrada y de la Sede Apostólica, y que sin embargo de todos los sacerdotes, que pasan de cuatro mil, solamente uno u otro ha faltado a su obligación, no hay nada que no podamos esperar del clero mexicano. Pues estos ministros sagrados unidos estrechamente entre sí obedecieron reverente y libremente a los mandatos de sus obispos, aunque esto las más de las veces no podía hacerse sin grave perjuicio para ellos; ellos mismos, como no podían vivir de su sagrado ministerio y por otra parte como la Iglesia reducida a la pobreza no tenía con qué sustentarlos, debieron sobrellevar con paciencia y fortaleza la pobreza y la miseria.

21.- La acción sacerdotal; se extreman las medidas.
Celebrar misa en privado; mirar por las necesidades espirituales de los fieles en la medida de sus fuerzas y fomentar y mantener el fuego de la piedad en todos fue la constante preocupación de ellos; y además con su ejemplo, con sus consejos y exhortaciones procuraban levantar la mente de los fieles hacia lo alto, y confirmar los ánimos para perseverar pacientemente. ¿Quién se admirará que la ira y la rabia de los enemigos se haya dirigido principalmente contra los sacerdotes? Pero ellos, siempre que fue necesario, no dudaron en sobrellevar con rostro sereno y con fortaleza de ánimo la cárcel y la misma muerte. Pues lo que se ha anunciado en los últimos días ha sobrepasado las mismas leyes injustas de que hemos hecho mención y sólo es compatible con la máxima impiedad; pues repentinamente se hace irrupción en las casas donde los sacerdotes están celebrando, y se viola irreverentemente la sagrada eucaristía, y los mismos sacerdotes son llevados a la cárcel.

22.- Los fieles también oponen resistencia.
Tampoco se hablará bastante de los esforzados fieles de México, los cuales entendieron muy bien cuánto les interesa a ellos que la nación católica en asuntos santísimos y gravísimos —cuales son el culto a Dios, la libertad de la Iglesia y la eterna salvación de las almas—-, no dependa del arbitrio y la audacia de unos pocos, sino que sea regida por leyes justas, que estén conformes con el derecho natural, divino y eclesiástico y finalmente con la bondad de Dios.

23.- Ejemplar conducta de las asociaciones católicas.
Pero merecen una alabanza verdaderamente singular las asociaciones católicas, que en la presente situación vienen a ser como legiones que custodian al clero, pues sus socios, en cuanto de ellos depende, no solamente se preocupan de alimentar y sustentar a los sacerdotes, sino que también vigilan los templos, instruyen los niños en la doctrina cristiana, y como guardias procuran, avisando a los sacerdotes, que ninguno de ellos quede falto de la debida custodia. Esto en general: sin embargo, deseamos decir algo de las principales asociaciones para que cada una de ellas sepa que el Vicario de JESUCRISTO las aprueba y las alaba vehementemente.

24.- La Asociación de los Padres de Familia, los Caballeros de Colón y Federación de defensa.
Y para venir a Nuestro propósito, la Sociedad de los Caballeros de Colón, la cual se extiende por toda la república, está formada afortunadamente por hombres activos y trabajadores, que por el manejo de los negocios, por la abierta profesión de fe y por el deseo de ayudar a la Iglesia son muy recomendables; y lleva adelante principalmente dos cosas, que en el tiempo presente son sumamente oportunas: Nos referimos a la asociación de padres de familia de toda la nación, los cuales se proponen no solamente educar cristianamente a sus hijos, sino también defender el derecho que los padres cristianos tienen de educar libremente a sus hijos, y puesto que ellos frecuentan las escuelas públicas, de enseñarles plena y debidamente la doctrina cristiana; Nos referimos también a la Federación para defender la libertad religiosa, fundada últimamente cuando se vio evidentemente que males enormes amenazaban al catolicismo. Esta Federación, extendida por toda la nación, tiene por objeto que sus socios trabajen asidua y concordemente para que de todos los católicos se forme un ejército ordenado e instruido que se oponga a los adversarios.

25.- La Acción Católica de la Juventud y de las Madres.
No de otra manera que los Caballeros de Colón merecen de la Iglesia y de la patria otras dos asociaciones, las que tienen como objeto propio la llamada acción católica social: es decir la Sociedad Católica de la Juventud Mexicana y la Unión o Asociación Católica de Madres Mexicanas. Ambas sociedades, además de los intereses que les son propios, tienen cuidado de fomentar y ayudar las iniciativas de la Federación en defensa de la libertad religiosa, que antes hemos mencionado. Pero no podemos en este punto tratarlo todo detenidamente: una sola cosa deseamos referir, Venerables Hermanos, y es que todos los socios y socias de estas asociaciones de tal manera están libres del miedo, que no solamente no rehuyen sino que buscan los peligros y aún se alegran cuando deben sufrir alguna acerbidad de los enemigos. ¡Oh espectáculo hermosísimo, dado al mundo, a los ángeles y a los hombres! ¡Oh gesta que debe ser celebrada con la alabanza eterna! Pues como ya anteriormente hemos dicho, son muchos los caballeros de Colón o los directores de la Asociación o las madres de familia o los jóvenes, que han sido encarcelados, llevados por las calles rodeados de soldados, encerrados en cárceles inmundas, tratados duramente, colmados de penas y de multas.

26.- Heroísmo de mártires de la juventud.
Más aún, Venerables Hermanos, aún de aquellos adolescentes y jóvenes hay algunos —y no podemos contener las lágrimas—, que llevando en las manos el Rosario, y aclamando a Cristo Rey, sufrieron espontáneamente la muerte; a nuestras jóvenes llevadas a la cárcel se las ha tratado con injurias indignísimas, esto se ha divulgado de intento para apartar a las demás de sus obligaciones.

27.- La Iglesia no sucumbirá como no sucumbió en el pasado.
Cuándo, Venerables Hermanos, Dios pondrá fin en su benignidad y moderación a estas calamidades nadie puede preverlo: pero esto es lo único que sabemos, que al fin algún día la Iglesia Mexicana descansará de esta tempestad calamitosa, porque, como nos lo dicen los divinos oráculos, no hay sabiduría, no hay prudencia, no hay consejo contra Dios (Prov. 21, 30), y contra la Inmaculada Esposa de Cristo no prevalecerán las puertas del infierno (Mat. 16, 18).

La Iglesia, que ha nacido para la inmortalidad, desde el día de Pentecostés, desde el cual fue enriquecida por las luces y los dones del Paráclito y salió por primera vez de su retiro del Cenáculo a la luz y a la fama de los hombres, ¿qué otra cosa hizo en este espacio de veinte siglos y entre todas las gentes sino a ejemplo de su Fundador pasó haciendo el bien? (Act. 10, 38). Estos beneficios de todo género debieron conciliar el amor de todos hacia la Iglesia; pero sucedió lo contrario, como, por lo demás, el mismo Divino Maestro lo había anunciado clarísimamente (Mat. 10, 17-25). Así pues, la navecilla de PEDRO unas veces con vientos favorables siguió su curso maravillosa y gloriosamente, pero otras veces pareció que iba a ser tragada por las olas y quedar totalmente sumergida: pero acaso ¿no está gobernada por aquel divino Piloto, quien en el tiempo oportuno calmará las iras de los vientos y de las olas? Las vejaciones con que es atormentado el nombre católico, Cristo que es el único que todo lo puede, manda que sirvan para la utilidad de la Iglesia: pues esto, según testimonio de HILARIO, es propio de la Iglesia, que entonces vence cuando es herida, entonces es entendida cuando es contradicha, y entonces triunfa cuando es abandonada (S. Hilar. Pictav., De Trinitate, 1. 7, 4 [Migue, Patrol. Lat., 10, 202]).

28.- Por prejuicios desconocen la magna obra civilizadora de la Iglesia en Méjico.
Y si todos aquellos que en la República de México se ensañan contra sus hermanos y ciudadanos, los cuales no son reos de ningún crimen a no ser de guardar las leyes de Dios, considerasen las cosas de su patria con la mente libre de prejuicios y las meditasen atentamente, no podría menos de suceder que reconocieran y confesaran que cuanto hay en su patria de civilización y de cultura y de humanidad, cuanto de bueno, cuanto de bello, ha nacido sin duda ninguna de la Iglesia. Pues nadie ignora que desde el primer momento en que se organizó allí el cristianismo los sacerdotes, y principalmente los religiosos que actualmente son detenidos y tratados con tanta ingratitud y acerbidad, aunque impedidos por grandes dificultades, las cuales las creaban por una parte los colonos con su excesivo deseo del oro, y por otra parte los indígenas todavía fieros, sin embargo con gran trabajo consiguieron que no solamente el esplendor del culto divino y los beneficios de la fe católica, sino también las obras y las instituciones de caridad y finalmente los colegios y las escuelas para enseñar las letras a los indígenas y para cultivar las disciplinas sagradas y profanas y las artes liberales y los oficios, abundaran en aquella extensa región.

 

EPÍLOGO

 

29.- Oración a la Virgen de Guadalupe por la paz religiosa de Méjico.
No queda más, Venerables Hermanos, sino que imploremos y roguemos a Nuestra Señora de Guadalupe, celeste patrona de la nación mexicana, que quiera, que borradas las injurias que a ella misma se le han inferido, restituya a su pueblo los dones de la paz y de la concordia. Pero si por el secreto designio de Dios, aquel día tan deseado todavía estuviera lejos, llene los ánimos de los fieles mexicanos de todos los consuelos y los fortalezca para luchar por la libertad de la Religión que profesan.

30.- Bendición Apostólica.
Entre tanto, como prenda y auspicio de las gracias y de Nuestra benevolencia paterna, a vosotros, Venerables Hermanos, a aquellos principalmente que dirigen las Diócesis mexicanas, al clero y a todo vuestro pueblo, os damos con amor la Bendición Apostólica.

Dado en Roma, en San Pedro, el día 18 del mes de Noviembre del año 1926, quinto de Nuestro Pontificado.

PÍO PAPA XI.