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sábado, 13 de junio de 2015

Amor de Jesucristo hacia la Cruz



Amor de Jesucristo hacia la Cruz
Por el R. P. Grou

   No sin razón declara el Salvador en varios pasajes del Evangelio, que quien no lleva su cruz, no puede ser su discípulo. La cruz, por la que debemos entender no solo aquella en que Él murió, sino todas las penas interiores y exteriores de la vida, la cruz, repito, formó siempre las delicias de Su Corazón. Ella le fue presentada a su entrada en el mundo, y Él la aceptó no meramente con resignación, sino con un amor generoso, con alegría; la abrazó, y la tomó por su compañera inseparable. Preveía todas sus circunstancias, las veía sucederse una a otra, sabía qué contradicciones, qué enemigos debían acarrearle Su doctrina, sus ejemplos, sus acciones, y dónde debían llegar su odio y su malicia. 

Lo predijo muchas veces a sus discípulos, y no se desmintió jamás. Adelantóse siempre con paso firme hacia la cruz que tenía a la vista, y que esperaba por término de su carrera. Si en alguna ocasión huía o se ocultaba, no era ciertamente por temor, ni para sustraerse al temor de sus enemigos, sino porque su hora no había llegado, y no debía anticiparla. Desde que esta hubo llegado, Él mismo se adelantó a los que le buscaban, y se entregó en sus manos.

   Ved con qué fuerza reprende a San Pedro, que por un mal entendido amor a su maestro no podía sufrir que le anunciase su muerte violenta e ignominiosa; echándole de Sí, como hubiera echado al mismo demonio, y reprochándole que nada entendía ni gustaba de las cosas de Dios. Ved cuán ardiente deseo manifiesta de consumar su sacrificio. Bautizado he de ser con un bautismo, exclamaba; entonces hablaba de la efusión de Su Sangre y ¡cuánto padece mi corazón hasta que lo vea cumplido! En Su última cena, víspera de Su Pasión, descubre a sus apóstoles con qué ardientes ansias había deseado comer con ellos aquella Pascua antes de sufrir.

   Mas, ¿qué es lo que amaba en Su Cruz? ¿Eran los sufrimientos y las humillaciones en sí mismas? No. Nada tienen de amable ni de apetecible consideradas en sí. Nadie ha amado los oprobios por los oprobios mismos, y por todos títulos los honores y la gloria eran debidos a Jesucristo.
   Él amaba en Su Cruz el beneplácito de Su Padre, la satisfacción que le daba por el género humano, la prueba que le mostraba de Su obediencia. Amaba la victoria que por su muerte iba a conseguir sobre el diablo, y la afrenta con que iba a cubrir a este enemigo de Dios y de los hombres. Amaba nuestra salud y nuestra  felicidad unidas a Su Cruz, por la cual nos libertaba del infierno, nos abría el Cielo, y nos reponía los derechos que habíamos perdido. Para conocer pues hasta qué punto Jesucristo amó Su Cruz, preciso sería penetrar el exceso de amor que tuvo a Su Padre y a nosotros. Tan inmenso era este amor, que no vaciló en decir que fue el más violento de sus tormentos, y que superando todos los demás, sucumbió voluntariamente a este, habiendo exhalado gustosa y únicamente, por la fuerza de Su amor, el último suspiro.

   Si Jesucristo amó Su Cruz porque amaba a Su Padre, porque se interesaba en Su gloria, y porque  estaba sometido a Su voluntad, ¿no estamos obligados por la misma razón a amar la nuestra? ¿No es Dios nuestro Padre, y  no nos ha adoptado en Jesucristo? ¿No debemos interesarnos en Su gloria, y darnos tanta más prisa en repararla pues somos nosotros los que la hemos ultrajado?¿No le debemos una igual sumisión a Su voluntad, en el acto de aceptar las cruces que nos envía? Prescrito se halla nuestro deber en la conducta de Jesucristo, como hombre  Él es nuestro modelo, y nos dio el ejemplo para enseñarnos lo que debemos hacer.

   Si Jesucristo amó su Cruz porque nos amaba a nosotros, porque quería nuestra felicidad eterna, porque estaba decidido a procurárnosla a cualquier costa, ¿no tenemos los mismos motivos de amar nuestra cruz? ¿Podemos comprarla  demasiado cara, y no merece para adquirirla que suframos todas las penas de la vida presente? ¿No sabemos que nuestra cruz, unida a la del Salvador es el instrumento, la prenda, el precio de nuestra salud, y que es imposible llegar al cielo por otra senda que la de la cruz?

   Hablando San Pablo de sus propios padecimientos, decía: Yo completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Jesucristo. ¿Qué quiere decir con esto? ¿Faltó alguna cosa al precio que pagó el Salvador por nuestro rescate? Indudablemente no. Mas este precio, aunque suficiente y abundantísimo en sí mismo, no puede aplicársenos, si no satisfacemos también algo por nuestra parte. Dios ha regalado lo que debemos pagar, y esta satisfacción son las cruces que Su Providencia nos destina. Si rehusamos satisfacer, inútil nos será el rescate de Jesucristo.

   Hay una razón particular a las almas interiores para que amen la Cruz, y es que la amó su esposo Jesucristo. ¿Qué amarían ellas e su esposo, si no amasen su Cruz? ¿Y cómo podrían amar su cruz, si no aman la suya propia que hace parte de la de Aquel?


   ¿Cuál es esta Cruz que debemos llevar en seguimiento de Jesucristo? Es ante todo la práctica exacta de la moral evangélica. Son las penas inherentes al estado que se ha abrazado. La forman también todos los accidentes de la vida, todos los sucesos de la Providencia, todo lo que nos contraría, nos aflige, nos humilla. Apenas damos un paso sin encontrar semejantes cruces, las cuales nos serían útiles y dulces, si las amáramos por miras sobrenaturales. Lo son también las privaciones voluntarias, las penitencias y las austeridades que nos imponemos, o las que abrazamos por toda la vida, consagrándonos al estado religioso. Los son en fin las penas interiores inseparables de la vida espiritual, y las pruebas a que Dios se place poner ciertas almas escogidas para hacerlas más perfectamente semejantes a Su Divino Hijo.