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miércoles, 9 de marzo de 2016

Silencio de Jesucristo en presencia de sus jueces


El Interior de Jesús y de María
R.P. Grou

   Si yo escribiese ahora para las gentes del mundo, seguiría a Jesucristo en los diversos tribunales a que fue conducido: en el tribunal de los judíos, en que la prevención y la pasión le condenaron; en el tribunal de Herodes y de su corte, en donde la impiedad le despreció como un insensato; en el tribunal de Pilatos, en donde la política sacrificó su reconocida inocencia a intereses temporales; y haría ver que en todos tiempos, y en el día más que nunca, Jesucristo y su doctrina son reprobados del mundo, o prevenido, o apasionado, o impío y libertino, o interesado y político. Ahora me limito a la conducta que observó Jesucristo delante de sus acusadores y de sus jueces.

   Los sacerdotes, los escribas y los ancianos del pueblo presididos por Caifás, habiendo pronunciado ya desde mucho tiempo en su corazón el decreto de muerte contra Jesucristo, no procuraron sino cubrir con algunas formalidades la notoria injusticia de esta sentencia. Sobornaron pues dos falsos testigos, cuyas deposiciones no andaban acordes. Parecieron dos por fin que le acusaron de haber dicho del templo lo que había dicho de su cuerpo, que si se le destruyese, después de tres días lo reestablecería.  Sobre lo cual habiéndole preguntado el príncipe de los sacerdotes, porque nada respondía a sus acusaciones, guardó silencio. Fácil le hubiera sido sin duda el confundir a sus acusadores con solo abrir la boca, si hubiese reconocido rectitud y equidad en sus jueces, y que solo necesitaban ser instruidos. Pero sabía que hubiera sido inútil cuanto dijese en su defensa, y que estaban resueltos a perderle. Calló pues, y se dejó juzgar como un criminal, viendo que se quería a toda costa que lo fuese.

   Hay en el mundo cristiano, y aun entre los mismos devotos, gentes decididas a condenar la vida interior y a los que la han abrazado. Según el modo con que de ella hablan, con mezcla de calumnia y de exageración, según el tono de pasión con que lo dicen, y su terquedad en no querer escuchar razones, el silencio es el único partido que hay que tomar con tales gentes. Preciso es dejar que condenen los caminos espirituales, a las personas que los siguen y a nosotros mismos, sin soltar una sola palabra de justificación, que solo serviría para irritarles más y hacerlos más culpables. Creemos deber hablar porque la gloria de Dios nos parece interesada en ello. Mas ¿lo fue nunca tanto en apariencia, como en la causa de Jesucristo? Él no despegó siquiera sus labios, porque era realmente para la gloria de Dios el que callase y que fuese víctima de su silencio. Callemos pues a ejemplo suyo, aunque en ello nos vaya la reputación y la vida.

   No obstante, cuando el príncipe de los sacerdotes le manda en nombre de Dios vivo, que declare si es el Hijo de Dios, no duda en decir que lo es en efecto. El responderle era una atención debida a la autoridad, y un testimonio solemne que a la verdad debía prestar, y se lo prestó realmente, por más que supiese que por su respuesta iba a ser condenado a muerte por aclamación como un blasfemo. Así pues como hay circunstancias en que se debe enmudecer, hay otras en que es preciso hablar; y son, cuando la autoridad legítima nos pregunta, y se trata de una materia importante a la religión o a la buena moral. No debe atenderse entonces ni a la malignidad harto conocida de sus intenciones, ni a los fatales resultados que puede acarrearnos nuestra confesión; sino que se debe declarar la verdad francamente y con una santa intrepidez, teniendo a muy alto honor el ser inmolado por ella.

   Herodes, príncipe impío y voluptuoso, manchado ya por la muerte de Juan Bautista, deseaba ya desde mucho tiempo ver a Jesús, no para instruirse y convertirse, sino para satisfacer su curiosidad con la vista y conversación de un hombre extraordinario. Esperaba también que Jesús haría algunos milagros en su presencia. Le hizo  pues un gran número de preguntas, cuales podían esperarse de una persona sin religión, que sólo deseaba divertirse. Pero Jesús no se dignó contestarle. ¿Qué le importaba el ser condenado por semejante príncipe? Oprobio hubiera sido para Él en cierto modo, que le hubiese absuelto antes de despedirle. Herodes pues le despreció, como toda su corte; y para manifestar que le tenía por un mentecato, le hizo conducir a Pilatos vestido de blanco.

   Si hacéis abierta profesión de pertenecer a Jesucristo, y de seguir sus ejemplos y su doctrina, preparaos a pasar por un loco en el concepto de los incrédulos y de los libertinos, y a ser el blanco de sus desprecios y de sus irrisiones. No os comprometáis con ellos, ni respondáis a sus preguntas, pues solo desean divertirse a vuestra costa y tornar en ridículo cuanto les dijereis. En general, desde el momento en que se os hable en tono de mofa de las cosas de Dios y de materias espirituales, guardad silencio, y despreciad el juicio que  se hará de vosotros. ¡Feliz el que en tales ocasiones participa del oprobio de Jesucristo!

   Pilatos reconocía la inocencia de Jesucristo, sabía que por pura envidia le conducían a su tribunal, y después de haberles oído, declaró que no le juzgaba digno de muerte. Hizo todo cuanto pudo para salvarlo, y con este único objeto le puso en parangón con Barrabás, y lo mandó azotar. Pero este juez era débil, político, temía que los judíos no le hiciesen un crimen ante el César de haber perdonado a un hombre que se había declarado su rey; y viendo que persistían en pedir su muerte a grandes gritos, se lo entregó, contentándose con lavarse las manos delante de ellos, y protestando que era inocente de la sangre del justo.


   Como este gobernador romano, aunque débil, tenía rectitud, Jesús, a la pregunta que le hizo de si Él era el rey de los judíos, no titubeó en confesarle que lo era, pero que su reino no era de este mundo. Por este medio ponía a Pilatos en camino de instruirse, si él lo hubiese querido. Añadió Jesús: Yo nací, y he venido a este mundo para dar testimonio a la verdad. Cualquiera que ama la verdad, escucha mis palabras. Nada de esto podía entender un pagano, pero por esta misma razón era natural que pidiese su explicación. Pilatos le preguntó, pero sin tomar mucho interés: ¿Qué cosa es la verdad? Y sin aguardar la respuesta, que hubiera sido decisiva para su instrucción, dejó a Jesús, para ir a decirles a los judíos que no le hallaba culpable. He aquí la primera falta que cometió Pilatos, y que le arrastró a todas las demás.  Jesús quería ilustrarle, había ya empezado, la luz hubiera crecido por grados si aquel hubiese continuado la conversación. Pero la interrumpió, y se hizo indigno de que Jesús la renovase después. Porque luego de acabado este primer diálogo, puso a Jesús en la misma línea de Barrabás y le hizo sufrir enseguida una cruel flagelación. Por más que fuese buena la intención de Pilatos, no podía excusar dos injusticias tan crueles. Mostró a Jesús a los judíos para excitar su compasión, pero este sentimiento había ya huido de su corazón. Gritaron más que nunca: Crucifícale, crucifícale. Y cuando les dijo que le crucificasen ellos mismos, pues él no le hallaba causa alguna para matarle, respondieron: Nosotros tenemos una ley, y según esta ley debe morir, porque se ha titulado el hijo de Dios. Tal era realmente en su concepto el verdadero crimen de Jesucristo. 

Estas palabras de los judíos debieron recordar a Pilatos las que le había dicho el Salvador, y hacerle sospechar que aquel hombre era algo más que un hombre ordinario, por lo cual le inspiraron sentimientos de temor. Volvió pues a entrar en el pretorio, y dijo a Jesús: ¿De dónde sois? Más Jesús no le dio la menor respuesta. No la merecía, después el abuso que acababa de hacer de las luces que había recibido. Sin esto, su pregunta le hubiera abierto la puerta de la verdad dando ocasión a Jesús para explicarle de dónde y porqué había venido a la tierra, su procedencia eterna y su misión temporal.