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jueves, 5 de mayo de 2016

MARÍA Y LA ASCENSIÓN DE JESÚS


Jesús resucitado no debía permanecer ya en este mundo. Como Dios nunca dejó el Cielo, su morada, pero como hombre, tenía derecho a la posesión del trono que había ganado con su Pasión, con su muerte y con su triunfo sobre el pecado. La Ascensión es el complemento de su glorificación, pues con ella debía adquirir la plenitud de la gloria, al entrar en el Cielo. El pecado había cerrado sus puertas. Cristo las debía abrir de nuevo. Sólo a Él le correspondía este honor. Para eso había bajado del Cielo. La obra ya estaba terminada. La Redención se había consumado. Los hombres ya podían volver a mirar al Cielo como a su verdadera patria. El mundo no es más que un destierro completo. El Cielo, nuestro fin, nuestra meta, nuestro descanso.

  Ya habían pasado los cuarenta días de preparación a esta solemnidad.  Cristo había hecho múltiples apariciones para confirmar la fe de sus discípulos, y la realidad de su resurrección. ¡Cuántas veces en estos cuarenta días, no visitaría a la Santísima Virgen! Ya no convivía con Ella como antes de morir, pero qué consuelo para la Virgen al recibir, quizá diariamente la visita de su Hijo. ¡Cómo se renovarían todas las alegrías y gozos del día de la Resurrección! ¡Cuántas gracias le concedería su Hijo y cuántas cosas le enseñaría en aquellas dichosas visitas!

  Jesús se aparece por última vez a sus Apóstoles y discípulos, y les conduce al monte de las Olivas. Allí empezó su Pasión, allí juzgará un día al mundo…, allí quiso que se efectuara su Ascensión. ¡Qué recuerdos traería a todos la presencia de aquel lugar! ¡Qué pensaría la Santísima Virgen entonces! ¡Qué cambio tan enorme! ¡Qué escena la de hacía cuarenta días y la que tenía ahora a la vista! Si aquellas piedras testigos de su agonía y de su sudor de sangre pudieran hablar, ¿qué dirían ahora? Nunca olvides esto en tus luchas, dolores y sufrimientos; todo pasa y pronto, y muchas veces lo que fue causa o instrumento de nuestro dolor, lo es de nuestra alegría, y lo será siempre de nuestro triunfo, de nuestra gloria y felicidad en el Cielo.

  Delante, pues, de todos aquellos que le acompañaron y la Santísima Virgen, de quien especialmente se despediría, haciéndole ver con más claridad que  a los demás, cuán conveniente era que se fuese al Cielo, comenzó a transfigurarse, su rostro resplandecido como el sol, sus ojos brillaron con amorosa luz, sus manos se levantaron solemnes para bendecirlos, y de sus llagas, hermosísimas  y gloriosísimas, comenzó a salir un suavísimo olor que les confortaría el corazón. Todos se despidieron de Él, quizá besando sus llagas de sus manos y de sus pies. La Santísima Virgen se adelantaría  a tocar y besar por última vez  la dulcísima llaga de su Costado.

  Y así, suavemente, lentamente, con los ojos fijos en su Padre que le llamaba, comenzó a elevarse de la tierra y subir a los Cielos.
  Mira a los Apóstoles quedarse extáticos contemplando aquel espectáculo; parecen ignorar en qué va a terminar aquello; pero, sobre todo, contempla a la Santísima Virgen siguiendo con sus ojos a su Divino Hijo. ¡Con qué dulce envidia se quedaría mirándole! Una nube lúcida le envolvió y los Apóstoles ya no le vieron más. Para María no habría nubes. Sus ojos maternales atravesarían todas las que se interponían y vería la entrada triunfal de su Hijo en  el Cielo entre el tropel de almas sacadas del Limbo de los Justos… y el cántico glorioso de los ángeles todos.

Alégrate con este triunfo de Jesús, del que participa la Santísima Virgen y suplícale por su intercesión y por los méritos de su Hijo, que también tú participes del mismo en el Cielo.
  Meditaciones sobre la Santísima Virgen María
  Padre Rodríguez Villar