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jueves, 1 de septiembre de 2016

LA IMPORTANCIA DEL TRABAJO




 Laboriosidad
Meditaciones sobre la Santísima Virgen María
R.P. Ildefonso Rodríguez Villar

 1.- La ley del trabajo.- El trabajo es una ley dada por Dios con fuerza obligatoria universal, por tanto, no exceptúa de ella absolutamente a nadie, viene a ser una ley connatural y propia del hombre, pues dice el Espíritu Santo: “El hombre ha nacido para trabajar como el pájaro para volar”. Aun en el Paraíso, Adán trabajaba, y todos hubiéramos trabajado aunque no hubiera pecado Adán.

  Empápate en esta idea fundamental de la necesidad y de la racionalidad del trabajo y, por tanto, cómo el holgazán no cumple ni siquiera con su condición de hombre.

  Ahora mira a la Santísima Virgen, ni Ella se exime, ni Dios la dispensa de esta ley. Mírala cómo trabaja y en qué trabaja, no es el trabajo cómodo, gustoso, agradable, por pasatiempo, para no aburrirse, es el trabajo rudo, áspero, monótono, el que cansa y molesta y fastidia y, por lo mismo, tanto nos cuesta. María trabaja no por recreo y distracción, sino por ayudar a su Esposo y a su Hijo, a comer el pan ganado con sus manos y amasado con sus sudores; se emplea en cosas viles propias de criadas, de esclavas, no de señoras, y así, trabaja como esclavita del Señor.

  Contémplala cómo barre, friega, hila y repasa las pobrísimas ropas de San José y el Niño; cómo hace el pan casero y prepara la comida, va por agua a la fuente, etc. Mira aquellas virginales manos encallecerse y ponerse ásperas a fuerza de trabajar, contempla aquella frente purísima bañada, a veces, con gotas de sudor.

  Mírala cómo se cansa, cómo se fatiga con el trabajo vulgar. Se acabaron ya las revelaciones y los portentos; ya no recibe mensajes del Cielo, ni bajan los ángeles a servirla y a ayudarla; es Ella la obrera de Nazaret, la Esposa de un pobre carpintero y, no obstante, es la ¡¡¡Reina y Emperatriz del Cielo!!!

  Y a pesar de eso, Dios no la exime de la ley penosa del trabajo… Pudo Dios hacer que lloviera sobre aquella casita un maná milagroso; pudo hacer que la tierra espontáneamente brotara y les ofreciera sus frutos; pudo, en fin, sustentarles de muchísimas maneras sin necesidad de acudir al trabajo, pero no quiso ahorrar a la familia de Nazaret, ninguno de los sufrimientos y penalidades que lleva consigo la vida de trabajo. María por lo mismo, veía en el trabajo un deber sagrado que tenía que cumplir para hacer la voluntad de Dios.

  2.- La virtud del trabajo.- Ella supo admirablemente explotar esa necesidad, convirtiéndola en fuente de virtudes y de grandes merecimientos. El trabajo, además de una ley natural al hombre, es un castigo impuesto por Dios al pecado.

  La naturaleza parece que se rebela contra la ley de la creación y sólo a fuerza de trabajo logrará el hombre vencer esa resistencia y dominarla. ¡Cuántos secretos, cuántas fuerzas ocultas, cuánta riqueza no encierra la naturaleza! Pero todo eso servirá al hombre si éste la trabaja. ¡Qué castigo más humillante para nuestra soberbia! ¡Tener que comer, pero no poder satisfacer esta necesidad, si no es por el trabajo!

  Pero admira la bondad de Dios en el mismo castigo, aunque parezca tan duro, porque de tal modo endulza y suaviza ese castigo, que le hace apetecible y agradable al ver el hombre los muchísimos bienes que del trabajo puede sacar para su cuerpo y para su alma. Y como si esto fuera poco, aún lo endulza más con el ejemplo santificador que Él mismo nos dio.

  Cristo quiso ser un trabajador, e hijo de pobres trabajadores, y de tal modo santificó el trabajo, que ya desde entonces ni es castigo, ni es humillante, ni es penoso. Porque ¿quién se quejará viendo de este modo a su mismo Dios? Ante ese ejemplo aprendió María a trabajar.

  Mira a la Virgen cómo trabaja: exteriormente con diligencia y actividad incesante; sin admitir nada de esa dejadez y flojera, propia de la holgazanería, con gran constancia, aun en medio de su cansancio natural, venciendo y rechazando ese disgusto y ligereza de los que se cansan de todo; con paz y tranquilidad, sin esos agobios y apuros de los que quieren acabar cuanto antes, y para eso trabajan inquieta y atropelladamente; con gran compostura y recato. Interiormente: con una alegría grande y una satisfacción inmensa, siempre contenta con su suerte, sin envidia de nada, sin ansia de otros trabajos más cómodos, más lucrativos, más brillantes.

  Mira además cómo trabajaba por obediencia; ésa es la voluntad de Dios, y Ella la cumple exactísimamente, y a la vez trabajaba por mortificación, pues sin duda que el trabajo es una de las más grandes mortificaciones. Pero al mismo tiempo, pone en su trabajo la nota dulcísima del amor. Está trabajando por amor a Dios, por amor a su Esposo, por amor a su Hijo, y así santifica su trabajo. Así, en fin, lo convierte en un acto continuo de oración, pues el trabajo de este modo, no sólo no disipa, sino que acerca más y más el alma a Dios.

  3.- El premio del trabajo.- Dios premia generosamente a ese trabajo con la gran paz que da al alma, al ver la voluntad de Dios cumplida; con la ausencia de ocasiones y disminución de tentaciones de pecado. Es evidente que el demonio se aprovecha de la ociosidad para ello.

  Mira bien si tu trabajo es así y si consigues de él estos frutos. Compara tu trabajo y tu modo de trabajar con el de María, y dime en qué se parece.
  Necesitas trabajar para bien de tu cuerpo, para su desarrollo, para su salud, para emplear bien los talentos y cualidades que Dios te ha dado; lo necesitas para bien del alma, para formar tu carácter, para dominar tus pasiones, para vencer tu amor propio, para la misma oración, en la que perderás el tiempo si no trabajas; para rechazar las tentaciones, pues el trabajo te dará medios; para defenderte de la ociosidad, de la mundanidad, de las conversaciones frívolas o pecaminosas, etc.

  Pide a la Santísima Virgen que te de un poco de su espíritu de trabajo, para que así también se convierta para ti en fuente de muchas y grandes virtudes y en el medio más fácil y seguro de reparar y satisfacer al Señor por tus pecados; que siempre trabajes en compañía de María, sin perder ni un instante su presencia santificadora.