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jueves, 8 de septiembre de 2016

LOS PEQUEÑOS SACRIFICIOS ALIVIAN LOS SUFRIMIENTOS DE NSJ




 Nuestro Señor reveló un día a Santa Gertrudis el íntimo consuelo que experimentó y aún experimenta con los más pequeños sacrificios de sus fieles.

  “Cuando un hombre busca los intereses de otro con preferencia a los suyos, me repara de la cautividad que sufrí la mañana de mi Pasión, en que fui preso, maniatado y cruelmente atormentado por la salvación del mundo.

  Cuando humildemente se reconoce culpable de alguna falta, me consuela del juicio que sufrí al punto de la mañana, cuando fui acusado por falsos testigos y condenado a muerte.

  Cuando rehúsa a sus sentidos las satisfacciones que piden, me repara de la flagelación que padecí hacia la hora tercia.

  Obedeciendo a un superior riguroso suaviza los dolores de mi corona de espinas.

  Cuando, tras haber borrado una injuria, se adelanta a una reconciliación, sostiene mi cuerpo doblegado bajo el peso de la cruz.

  Cuando, va más allá de sus fuerzas para extender su caridad al mayor número posible, alivia mis miembros extendidos sobre el árbol de la cruz.

  Si,  para prevenir un pecado, afronta las molestias y los reproches, se muestra reconocido a la muerte que yo sufrí por la salvación de los hombres.

  Cuando responde con humildad a los reproches que se le dirigen, parece de alguna manera bajarme dela cruz.

  Al preferir a su prójimo, juzgándole más digno que él de los honores y de los bienes, rinde homenaje  a mi sepultura”.

  El holocausto de los justos encierra una belleza y, por lo mismo, un valor expiatorio que en vano buscaríamos en el castigo de los culpables. No es que Dios se complazca cruelmente en considerar, desde el seno de su felicidad, los tormentos de sus amigos más queridos; sino que, mientras el castigo del culpable no es más que la respuesta necesaria de la justicia violada, el sufrimiento ofrecido en sacrificio por el inocente queda iluminado por un amor heroico y puro que conmueve el corazón de Dios. Porque en el camino del Calvario, el divino Maestro se ha visto rodeado de innumerables Verónicas; era la muchedumbre de cristianos generosos del futuro que se unirían a sus sufrimientos expiatorios y cuya clara visión ya entonces le confortaba.

  “¿No sabes, hija mía, decía Dios a Santa Catalina de Sena, que cuantas penas puede el alma sufrir en esta vida, no bastan a castigar ni la más pequeña falta? La ofensa que se me hace a mí, bien infinito, reclama una satisfacción infinita. Por eso quiero que sepas que todas las penas de esta vida no son un castigo, sino una corrección… Se expían con el deseo del alma”.

  La llama del amor, y no el sufrimiento, por sí mismo impotente, es la que eleva hacia Dios el rescate victorioso del mal.

  Con esto, todo cristiano puede comprender que está en su mano encender el fuego del sacrificio expiatorio. Ante él se abre el campo ilimitado de la humanidad malvada y corrompida: ¡los millones de almas que Dios ama infinitamente, que ha creado para que le bendigan, que ha rescatado con su propia sangre, y que andan sublevadas, rabiosas o hurañas contra Él! ¿Quién sabría calcular lo que una jornada ordinaria acumula de pecados; lo que una hora, sobre todo en una gran ciudad, cuando la noche arroja sus sombras y comienza la hora que el Divino Maestro llama el poder de las tinieblas, lo que una hora nocturna nada más engendra de malos deseos, bajas pasiones, licencias, escándalos y ofensas contra la majestad divina? Causa horror pensarlo. Dios ve directamente, sin error ni confusión, el mal innumerable; siente la violación de sus derechos. Por un acto de virtud, se cometen miles de actos execrables.

  Pero basta una pequeña luz para romper las tinieblas, basta una estrella para deshacer la noche, basta una flor para perfumar la buhardilla de un desgraciado. Por eso, perdonará a la Magdalena toda una juventud de vergüenzas y suciedades, porque en el corazón de la pecadora late un sentimiento de amor. Perdonará al pródigo, aún antes de que haya tenido tiempo de balbucir su pesar, porque el hijo se ha dicho: Iré a mi padre. Perdona a diario a innumerables pecadores su vida de pecados y odios; y, cuando sólo les queda el último aliento, arrebatan el paraíso eterno, porque han tenido una chispa de confianza y caridad sincera… ¡Pero con cuánta más alegría se dejará conmover la Bondad infinita por el alma fiel, que le demuestra su perseverante amor y se inmola en unión con Jesús!

  Ahora se desprende en toda su amplitud el papel sin igual que puede desempeñar en su vida diaria el más humilde cristiano. ¡Qué maravilla! En manos del más humilde está que broten torrentes de luz en la noche del mal, bañado él mismo por la luz de la virtud y sobre todo del espíritu de sacrificio. En sus manos está multiplicar los llamamientos de la misericordia, encendiendo hogares de belleza moral en este mundo pervertido. En sus manos está atraer, más rica de perdón, la gracia divina. Su vida puede consumirse como un cirio de purísima cera ante el Señor. Si ha comprendido el secreto de su poder, el cristiano dejará de sentirse pusilánime.  ¿Se quejará todavía de tener que soportar la prueba? ¿Refunfuñará todavía contra las pretendidas injusticias de la Providencia? ¿Envidiará todavía a los que parecen exentos de los males de esta vida? ¡Qué le importa si los demás, menos merecedores, parecen privilegiados! ¿No posee él un bien incomparablemente más precioso que la felicidad terrena y las estériles prosperidades?... Por lo que a él toca, colabora en el holocausto del Justo por excelencia. Las amarguras de su suerte le llevan el testimonio de la elección divina, y, de rodillas, agradece al Señor el insigne honor de la prueba. Ya pueden llover sobre él incomprensibles desastres, la Providencia le parecerá siempre Providencia de amor.